La Defensoría de los Habitantes es una institución dañada, quizá demasiado costosa para los beneficios derivados de su gestión. No quedan muchas oportunidades de enderezar el rumbo. Las razones de la pérdida de utilidad y prestigio saltan a la vista con un somero examen de las últimas administraciones.
La importancia de la Defensoría descansa sobre la preservación de su magistratura de influencia. Nada puede ordenar o disponer y no tiene poder coercitivo. Su fuerza depende exclusivamente de su credibilidad y autoridad moral. Los primeros defensores supieron conservar esos atributos, pero la institución perdió el norte cuando comenzó a aventurarse en la política.
La tentación de extender el ámbito de acción de la Defensoría más allá de la defensa concreta de los derechos humanos y civiles siempre está presente. La principal obligación de la jerarquía es ponerle coto, pero el cumplimiento implica la disciplina de renunciar al protagonismo en muchos de los debates públicos más candentes. Es un esfuerzo de autocontención.
La Defensoría se ha inmiscuido en política fiscal y tributaria, en asuntos de comercio exterior, en el debate sobre vacunación contra la covid-19 y otras áreas donde la magistratura de influencia no puede sobrevivir. El argumento para justificar esas incursiones en materias alejadas de su misión fundamental siempre está a la mano. En algún punto y sin demasiado esfuerzo, toda actividad estatal puede ser relacionada con la defensa de los derechos humanos.
Así, la defensa de posiciones ideológicas y hasta partidarias puede confundirse con la protección de derechos esenciales, a voluntad de los jerarcas de la institución. Según se vea, el mismo tratado de libre comercio puede afectar el derecho al trabajo de un productor agrícola o abaratar la alimentación de un consumidor necesitado. Dilucidarlo no es competencia de la Defensoría de los Habitantes ni su participación en el debate contribuye a fortalecer la magistratura de influencia.
La cumbre de esa confusión se alcanzó con la propuesta de modificar el manual para permitir al defensor ordenar, en lo no previsto por el reglamento, “la investigación que juzgue conveniente para el establecimiento del asunto sometido a su conocimiento” y, de conformidad con la Ley General de la Administración Pública, “revisar en cualquier momento lo actuado” por los directores de departamento “así como emitir directrices de procedimiento y lineamientos de fondo de acatamiento obligatorio para asegurar un abordaje integral, interdisciplinario y uniforme en la atención de los casos y temas”.
Esa dependencia de la voluntad del jerarca echa por tierra toda aspiración de definir un ámbito de aplicación bien delimitado para las “estrategias de defensa de derechos e intereses” tutelados por la Defensoría. La reforma evidencia una concepción de la Defensoría como entidad capaz de intervenir en todo, a voluntad de sus jerarcas.
A la falta de autocontención se suman los escándalos internos, sea por los hechos conducentes a la renuncia de Ofelia Taitelbaum, el llamado a la renuncia presentado por 82 funcionarios de la institución y su plana ejecutiva, constituida por los directores de sección, y la falta de transparencia en una entidad cuya función, entre otras, es garantizarla.
Para recuperar el terreno perdido, la Defensoría debe actuar con independencia y dedicación a la protección concreta de los derechos ciudadanos. Si no lo logra, nada garantiza la supervivencia de una institución creada con claras intenciones a las cuales no siempre ha sido fiel.