La conferencia de prensa celebrada por el ministro de Seguridad Pública, Mario Zamora, y el presidente, Rodrigo Chaves, distorsionó por completo la discusión sobre la tenencia y posesión de armas. Los funcionarios aseguraron, con total desconocimiento de la ley vigente, que la posesión de armas prohibidas no es delito y un proyecto de ley enviado por ellos al Congreso remediaría la omisión.
Ninguna de las dos afirmaciones es cierta y la Comisión de Seguridad y Narcotráfico rechazó la iniciativa de ley porque se limitaba a incrementar el castigo por posesión ilícita de armas permitidas y fortalecía las razones para negar permisos de portación. La confusión impidió el debate sobre el papel de las armas permitidas en la ola de homicidios y la posibilidad de imponerles nuevas restricciones.
La posesión de armas prohibidas se castiga con de cuatro a ocho años de cárcel y si bien su papel en las guerras de pandillas y muchos de los homicidios más espeluznantes de los últimos meses es innegable, las armas permitidas, sobre todo las poseídas ilegalmente, también pesan en la inusitada sangría.
Es perfectamente razonable discutir si la posesión y portación ilegal de armas permitidas debe tener un trato distinto del dispuesto para las armas prohibidas. La pena en el primer caso va de tres a cinco años de cárcel y da cabida al beneficio de ejecución condicional. No cabe duda de la diferencia en potencia y letalidad entre un arma de guerra y un simple revólver, pero tampoco es posible desconocer el papel de estos últimos en la ola de violencia, con más razón en lo que se refiere a armas no registradas o compradas en el mercado negro. Las armas no inscritas son, además, la principal fuente de abastecimiento de la delincuencia.
Pero las armas registradas también matan y pocas veces lo hacen como medio de legítima defensa. Las estadísticas internacionales acreditan la alta probabilidad de un mal desenlace cuando el ciudadano armado intenta defenderse, porque la iniciativa generalmente la tiene el criminal. Revólveres y otras armas similares a menudo protagonizan casos de violencia doméstica, ira en carretera y conflictos entre vecinos, además de asaltos y otros delitos. También facilitan suicidios y accidentes, muchas veces protagonizados por niños.
El ministro de Seguridad Pública de la pasada administración, Michael Soto, propuso una reforma para permitir la posesión de un arma por persona. No lo logró y el límite se mantuvo en tres con posibilidad de obtener autorización para poseer una más mediante solicitud razonada.
El propósito era reducir el número de armas en un país inundado por ellas. Al cierre del 2017, cuando Soto impulsaba la limitación, había 244.455 armas matriculadas y, según las estimaciones, había otras 257.000 clandestinas. La tasa de homicidios en aquel momento estaba lejos de superar 15 por cada 100.000 habitantes, como en la actualidad. Esa circunstancia invita a reconsiderar el esfuerzo de Soto y la posibilidad de introducir reformas adicionales a la tenencia de armas.
En Costa Rica se ha intentado encontrar raigambre constitucional para un derecho a poseer y portar armas, derivándolo del derecho a la defensa personal; sin embargo, no existe una garantía equivalente a la de otros países, como Estados Unidos, que paga muy cara su permisiva interpretación de la segunda enmienda de su carta fundamental. Los legisladores costarricenses pueden legislar al respecto con entera libertad. Lástima que se desaprovechara la oportunidad de celebrar la discusión en las nuevas circunstancias creadas por la imparable ola de homicidios.