Costa Rica es líder en producción de energía limpia, pero también en emanaciones de gases de efecto invernadero producto del sistema de transporte. Este último e indeseable liderazgo es regional. Ningún otro país de la zona de Centroamérica y República Dominicana contamina tanto como nosotros para movilizar a sus pobladores.
El transporte consume el 84 % de los hidrocarburos importados y pone un piso difícil de franquear a la reducción de emisiones contaminantes. Los responsables más obvios son la creciente flotilla vehicular y la falta de un sistema de transporte público limpio e interconectado.
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En el primer caso, el Instituto Nacional de Seguros (INS) contabilizaba unos 640.000 vehículos en circulación a principios de siglo y 1,6 millones en la actualidad. Menos de la tercera parte son autobuses o vehículos de carga. En 20 años, la flotilla creció dos veces y media en relación con su tamaño original. Para acomodarla, construimos más vías, pero es imposible seguirle el paso al crecimiento del parque vehicular, tanto por razones económicas como de espacio.
En el segundo caso, apenas comenzamos a experimentar con autobuses eléctricos, y los planes para construir un tren impulsado por esa misma fuente de energía están atascados en los pantanos de la política electoral. La electricidad es energía autóctona y abundante. Todavía hay fuentes por explotar sin daño para el ambiente y, tarde o temprano, la aprovecharemos más. Ojalá sea temprano para liberar al sistema de transporte de la energía extranjera y contaminante utilizada en la actualidad.
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Hay un tercer culpable de nuestra desafortunada primacía en la emisión de gases de efecto invernadero producto del transporte: es el crecimiento desordenado de las ciudades. La Gran Área Metropolitana (GAM) es el ejemplo inevitable, pero las llamadas «ciudades intermedias» están siguiendo el mismo patrón de expansión hacia fuera. Con ese tipo de crecimiento, alejamos a la población de los centros de trabajo, estudio, recreación y servicios.
En consecuencia, aumentan las necesidades de transporte y, a falta de opciones públicas eficientes, creamos más demanda de vehículos. Sin dinero, y en ocasiones sin espacio para ampliar la red vial, alimentamos el congestionamiento de las calles, con lo cual agravamos la contaminación y el consumo de combustibles fósiles. Los giros del círculo vicioso cobran cada vez más velocidad, aunque todos reconocemos la necesidad y urgencia de frenarlo.
La red vial exige reparación y mantenimiento. En algunos casos, también ampliación. No obstante, el acento de la política pública debe estar en el desarrollo de una red de transporte colectivo limpia e interconectada. Mientras damos el paso hacia otras fuentes de energía, podemos incrementar la eficiencia del sistema existente. Ya no es posible posponer la sectorización del transporte público, no solo por los efectos adversos del ingreso de tantos autobuses a la ciudad sino, también, por la necesidad de disponer las piezas de un sistema interconectado de forma que encajen cuando sea posible vertebrarlo con la construcción de un tren interurbano.
El crecimiento urbano desordenado ya causa daños irreversibles, pero nunca es tarde para impedir la amplificación de sus consecuencias. También en ese aspecto es preciso actuar con sentido de urgencia. Los esfuerzos para mejorar la planificación de la GAM han consumido gran cantidad de tiempo y recursos. No obstante, todavía carecemos de un plan comprensivo dentro del cual el transporte es un capítulo de enorme importancia. El país tiene los recursos para hacer frente a los problemas apuntados. Falta visión, disciplina y voluntad de contradecir a los intereses creados.