Hace dos años, centenares de vehículos blindados rusos violaron de manera flagrante la soberanía de Ucrania y avanzaron hacia Kiev, su capital, acompañados de decenas de miles de tropas, vuelos rasantes de aviones y el despliegue de fuerzas especiales, en lo que Vladímir Putin, desde el Kremlin, definió como una operación destinada a “desnazificar” y “desmilitarizar” el país vecino, al que acusó de ser instrumento de Occidente.
Su expectativa era que colapsara en pocos días el gobierno de Volodímir Zelenski y poner en su lugar un régimen títere, probablemente encabezado por el prorruso Víktor Yanukóvich, quien ocho años antes tuvo que dejar la presidencia ucraniana y huir del país, en medio de una rebelión popular.
Sus cálculos fallaron estrepitosamente. A partir de ese momento, comenzó el conflicto armado más abierto y mortífero que ha sacudido a Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Este 24 de febrero se cumple el segundo aniversario de la invasión, precedida, en el 2014, por la anexión de Crimea y la virtual ocupación, mediante fuerzas irregulares que actuaron como agentes de Moscú, de amplias regiones del este ucraniano.
La agresión violó de manera flagrante un principio básico del derecho internacional: el respeto a la integridad territorial de los Estados, y reveló sin lugar a dudas el carácter agresor del régimen de Putin, quien incluso dejó entrever la posibilidad de usar armas nucleares. Pero también puso de manifiesto las debilidades del aparato militar ruso, el heroísmo y resiliencia del pueblo ucraniano para defender su país y su identidad nacional, así como la solidaridad de Europa, Estados Unidos y otros aliados.
Todo lo anterior, sin embargo, pasa a un segundo plano ante lo más relevante e indignante de esa agresión: su costo humano. Las cifras no son precisas, pero las más confiables, provenientes de los servicios de inteligencia británicos y estadounidenses, calculan alrededor de 70.000 efectivos rusos (militares oficiales y mercenarios) muertos y 280.000 heridos, y un número similar de militares ucranianos muertos y hasta 120.000 heridos.
El saldo civil ha impactado, casi con exclusividad, a Ucrania, debido a los bombardeos a menudo indiscriminados de los invasores. En noviembre, las Naciones Unidas estimaron que alrededor de 10.000, entre ellos más de 560 niños, habían muerto y 18.500 habían sido heridos. A lo anterior se suma la destrucción, el costo económico y millones de desplazados internos o refugiados en otros países, así como centenares de miles de rusos que han salido de su país para evitar la represión o el reclutamiento forzado.
Por desgracia, los ímpetus externos e internos de Putin, culpable de esta catástrofe, no se detienen. Ha puesto en marcha una virtual economía de guerra en Rusia, que afectará terriblemente las condiciones de vida de su población a mediano plazo, pero en lo inmediato está generando una enorme producción bélica, complementada por envíos desde Corea del Norte e Irán. Cualquier negociación de paz la ha condicionado a mantener el control del 18 % de Ucrania ocupado en la actualidad. En elecciones espurias que se celebrarán el próximo mes, renovará su mandato hasta el 2030. Y el crimen de Estado contra el opositor Alexéi Navalni augura una represión aún más feroz.
Ante la certeza de que el conflicto se prolongará, Ucrania necesita un flujo vigoroso y estable de ayuda económica y militar. Sin ella, a pesar de su decisión, capacidad e ingenio para desarrollar con éxito una guerra asimétrica, no podrá resistir, y Putin se saldría con la suya, a un costo humano y geopolítico aún mayor, porque tras Ucrania podría seguir algún otro país del este europeo o de la región báltica.
Europa, Estados Unidos y otros aliados han brindado su respaldo de manera generosa y decidida. Sin embargo, del lado europeo, el flujo de municiones ha sido insuficiente, mientras que en el Congreso estadounidense un puñado de representantes republicanos extremistas, dominados por Donald Trump, han impedido que se vote un paquete de ayuda por $60.000 millones.
Los recientes reveses militares ucranianos revelan la urgencia de que la ayuda se reactive. Hoy, paradójicamente, el frente de lucha más crucial no está en el este de Ucrania, sino en el Capitolio de Washington y, en menor medida, Bruselas, sede de la Unión Europea y la OTAN. Sería trágico que, por mezquindad en el primer caso y lentitud en el segundo, el curso del conflicto, tras dos años de heroica resistencia, se volcara a favor de Rusia.