El periódico The New York Times publicó una recopilación de efectos dañinos del cambio climático en 193 países, desde la diminuta Nauru, con sus 21 kilómetros cuadrados, hasta la descomunal Rusia, con 17,1 millones. La publicación no pretende ser un inventario detallado, pero la recopilación de fenómenos demuestra la imposibilidad de escapar a las alteraciones del clima y la actualidad de las consecuencias, que hace mucho dejaron de ser una amenaza para el futuro.
Las dos conclusiones parecen obvias, pero todavía hay sectores empeñados en negarlas. El compendio ilustra la necesidad de actuar en concierto, países grandes y pequeños, industrializados y en vías de desarrollo, en todos los continentes. Hay daños irreparables, pero otros son reversibles o, cuando menos, estamos a tiempo de frenar el deterioro.
Costa Rica podría figurar en la lista por varias razones. Los efectos del cambio climático, como en otros países, se manifiestan de diversas formas en todo el territorio nacional, pero los editores escogieron la disminución de la humedad relativa en los bosques nubosos, hábitat de gran cantidad de especies, algunas en peligro de extinción.
La publicación describe esos bosques como una maravilla natural. Son hogar de más de 755 especies de árboles, entre ellos 40 o 50 frutales que dan alimento a aves y mamíferos. Tienen gran importancia hidrológica porque capturan, almacenan y filtran el agua caída, en buena parte, por la condensación de la niebla. A ellos deben su belleza amplias extensiones de Monteverde, San Gerardo de Dota, el cerro de la Muerte, Talamanca, Chirripó, Poás, Barva, Turrialba y la cordillera de Guanacaste.
No obstante, esas maravillas dependen de un delicado equilibrio entre el calor y la humedad. El calentamiento del planeta rompe ese balance y, si se le permite avanzar, destruirá el ecosistema. La lista visibiliza peligros similares para cada una de las 193 naciones. Todas tienen algo en juego y muchas de las más pequeñas arriesgan la existencia.
Ningún país se salva de responsabilidad en el desarrollo del cambio climático, pero la culpa se distribuye en proporciones muy desiguales. Costa Rica tiene relativamente poca incidencia en la generación de amenazas contra sus bosques nubosos. Más bien se ha esforzado para extender la floresta en general y proteger ecosistemas como el mencionado.
A estas alturas, recordar la responsabilidad de cada cual solo es útil para impulsar el cambio en las economías desarrolladas, históricamente más contaminantes, y estimularlas a apoyar el ajuste en países menos prósperos. No obstante, ninguna nación puede pretender una exención de participar en el esfuerzo global, y publicaciones como la del New York Times contribuyen a comprenderlo.
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Christiana Figueres, ex secretaria ejecutiva de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático y figura central del histórico Acuerdo de París adoptado en el 2015, discrepa de quienes ven la vigésimo sexta Cumbre del Clima de las Naciones Unidas (COP26) como un fracaso. Sin embargo, critica la insuficiencia de los acuerdos para brindar apoyo financiero a los países en desarrollo y la poca atención puesta a los retos de adaptación a la nueva realidad.
En cambio, celebra el tono de urgencia incorporado a los documentos de Glasgow y el franco reconocimiento del vínculo entre todos los ecosistemas. “No hay eso de que la atmósfera por acá, los océanos por allá, la criósfera (zonas congeladas del planeta) por otro lado”. Ese entendimiento es un buen punto de partida para comprender la necesidad de cooperar, sin excepciones. Los países desarrollados deben asumir su responsabilidad y su papel en la búsqueda de soluciones. Los más pobres no deben escudarse en esa condición para dejar de hacer su aporte.
