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Un proyecto de ley procura llevar la aversión a las evaluaciones finales a un punto culminante. (Shutterstock)
El país se quedó sin mecanismos de evaluación de la formación secundaria cuando el Consejo Superior de Educación eliminó, en junio del 2022, las Pruebas de Fortalecimiento de Aprendizajes para la Renovación de Oportunidades (FARO), que habían sustituido el examen de bachillerato. La supresión efectuada por el órgano con potestad para ello se produjo después del anuncio presidencial de la desaparición del examen. La precipitada decisión solo dejó espacio para prometer un nuevo sistema de evaluación, todavía pendiente.
Ahora, un proyecto de ley de la diputada socialcristiana María Marta Carballo Arce procura llevar la aversión a las evaluaciones finales de la enseñanza media a un punto culminante. La propuesta es entregar el título de bachiller a quienes “tengan aprobadas las materias del programa de estudios de su respectivo centro educativo”, es decir, que hayan superado el quinto año de colegio en un centro académico o el sexto en uno de educación técnica.
La ley concedería el título de bachiller a 36.000 personas que aprobaron las asignaturas en el colegio pero reprobaron alguna materia de bachillerato cuando todavía se practicaban. Varios argumentos se esgrimen para apoyar la medida, pero el principal es facilitar la incorporación de los reprobados al mercado de trabajo o abrirles la posibilidad de cursar estudios superiores.
Los dos argumentos entienden las pruebas como un obstáculo para continuar los estudios y conseguir empleo, en lugar de una garantía de que el graduado posee las destrezas necesarias para desempeñarse con éxito en el mercado laboral o en la academia. Esa es la seguridad pretendida por los empleadores e instituciones educativas cuando piden el título de bachiller.
La repartición de títulos a quienes hace años dejaron los estudios debido a su fracaso en las pruebas de bachillerato terminaría de minar la confianza en el certificado e introduciría un elemento de confusión. El título, sin el contenido, difícilmente asegura la inserción laboral o la permanencia en el puesto.
Esto es particularmente cierto en la actualidad. El mercado laboral, dijo a los diputados Jorge Sequeira, gerente general de la Agencia Costarricense de Promoción de Inversiones (conocida como Cinde), ya no se conforma con el diploma y fija su atención en el desarrollo de habilidades. En consecuencia, sugirió, en lugar de reglar títulos, estructurar un plan para promover destrezas digitales, pensamiento computacional y habilidades cognitivas avanzadas, como el pensamiento crítico y la resolución de problemas. También hizo énfasis en la importancia de las llamadas habilidades blandas, como la autoestima, la perseverancia y la empatía.
Sequeira coincidió con Jorge Vargas Cullell, del Programa Estado de la Nación (PEN), en la necesidad de contar con medios de evaluación de la enseñanza. “Los sistemas educativos que han alcanzado mayores avances apuntan a estándares de calidad que solo pueden ser monitoreados con pruebas sistemáticas, teniendo en cuenta que el objetivo principal es que los estudiantes adquieran, durante sus años escolares, los conocimientos necesarios para incorporarse a la sociedad como ciudadanos plenos y responsables”, afirmó Vargas ante la comisión legislativa encargada de estudiar el proyecto de la diputada Carballo.
Otra línea de argumentación en favor de la iniciativa es la desigualdad entre las instituciones educativas y las regiones donde operan, pero el otorgamiento de títulos no la elimina. Cuando más, la disimula. Para Vargas, interrumpir las pruebas de bachillerato elimina la evidencia de la desigualdad, pero no erradica el problema. Esta es, a fin de cuentas, la principal debilidad del proyecto: fingir la superación de un obstáculo sin conseguirlo en realidad.