Hace mucho tiempo vengo diciéndolo: si se derogara el código penal, durante un tiempo, desaparecerían los reos y hasta podría llegar a creerse que los delincuentes se hicieron buenos. Si las fábricas eliminaran el control de calidad, se aceleraría la producción y las propietarios incrementarían sus utilidades. Eliminar la revisión de los vehículos automotores permitiría que todos circularan libremente. Sin relojes marcadores, nadie llegaría tarde al trabajo. En fin, sin los mandamientos, todos seríamos santos.
Pero el mundo está lleno de aguafiestas, de esos que hacen análisis hematológicos y descubren que hay personas con diabetes. ¡En fin!, hasta encontramos gente que importuna a los enseñantes y a la población estudiantil con pruebas estandarizadas y exámenes, dejando al descubierto las deficiencias de la educación. Obviamente, lo digo con ironía.
Mucha gente se pregunta de dónde viene esa manía contra los exámenes, contra toda clase de pruebas, que las autoridades del MEP han hecho evidente, en estos días, una vez más. Veo dos factores: uno es la debilidad humana y otro, ciertas posiciones doctrinales que inciden para mal en la formación de nuestros educadores y en el ejercicio de su profesión.
Comencemos por los aspectos humanos: sentirse juzgado, por benigno y bienintencionado que sea el juicio —aun cuando no sea ese el propósito de la evaluación—, causa incomodidad. Se toma, entonces, la vía más fácil: eliminar o debilitar las pruebas. Algunos profesores y funcionarios prefieren exigir poco y fingir que todo anda bien.
Desde el punto de vista de los alumnos, la eliminación de los exámenes les evita afrontar seriamente su propia ignorancia, sus deficiencias y su falta de empeño. Olvidan que, sin conocer los límites propios, no se logrará superarlos y emprender el desarrollo personal sobre bases más firmes.
Causa de mayor preocupación
Si esta actitud de rechazo es explicable en gente joven, carente aún de madurez, resulta muy grave cuando se trata de funcionarios, educadores y padres de familia.
Los exámenes se ven a menudo como una especie de juicio penal sin serlo. Se ignora que constituyen parte esencial del proceso de formación, pues inducen al alumnado a estudiar más, lo ayudan a formarse una perspectiva de conjunto de las materias y enseñan a manejar el estrés. Pero, además, incrementan el sentido de responsabilidad y premian el esfuerzo.
Cuando se trata de pruebas estandarizadas generales, permiten efectuar una evaluación de logros, no solo individuales, sino del sistema. Sin exámenes serios la educación se empobrece y pierde rumbo.
Quienes propician el debilitamiento o la eliminación de las pruebas no reparan en los beneficios del esfuerzo para superar las limitaciones. Hay quien piensa que demasiado estudio causa daño, sobre todo cuando se trata de las actividades intelectuales.
Lo curioso es que la intensidad del esfuerzo se exalta cuando se trata del deporte y el desarrollo del cuerpo. No existen los “nerdos” del fisiculturismo ni del boxeo, solo los de la inteligencia.
Corriente inspirada en John Dewey
Pero dijimos que también existían factores de carácter doctrinal, para oponerse a las pruebas. En efecto, en la década de los treinta irrumpió una corriente pedagógica renovadora muy importante, inspirada en el educador y filósofo estadounidense John Dewey, gran divulgador del pragmatismo en el siglo pasado.
En Estados Unidos se le llamó “la educación progresiva”, aquí, en Costa Rica, “la escuela nueva”. Debemos reconocer que, gracias a ella, se humanizó el proceso educativo; se terminó con varios excesos, simbolizados por el dañino precepto de que “la letra con sangre entra”.
El nuevo movimiento privilegiaba particularmente los aspectos prácticos de la educación, el servicio a la comunidad, ciertas virtudes sociales, todas importantes. Pero tratando de ser práctica, “la escuela nueva” olvidó que no hay nada más práctico que una buena formación teórica. Además, esa tendencia indujo a considerar nocivos los exámenes. Se suponía que un proceso libre, como el que debía ocurrir en la escuela, permitía que se manifestaran las cualidades de los niños, su progreso. Lo malo no estuvo en esas ideas, sino en la exageración y en el empeño en excluir tendencias diferentes.
En nuestro país, este movimiento generó lo que se ha llamado críticamente el “pedagogismo”, para subrayar los excesos en que cayó. Un buen ejemplo de ellos se encuentra en la prevalencia que le dio a los métodos de enseñanza sobre los contenidos: lo importante era cómo se enseñaba y no qué se enseñaba.
A esto se liga la satanización de la memoria, facultad de importancia central en el ámbito cognitivo. Además, se puso en cuestión la autoridad sensata en las aulas, tan necesaria en la etapa de formación de las personas. Esto condujo, en ciertos casos, a dejar que el alumnado hiciera cuanto le viniese en gana, sin recibir sanción. Obviamente, los exámenes no calzaban bien con estos puntos de vista.
Grave perjuicio a la educación
Con el tiempo, la “escuela nueva” se desprendió de la gracia y la novedad que tuvo mientras se divulgaba. Lo que fue teoría fresca terminó en dogma, en creencia férrea: la crítica se tornó en ofensa.
Pienso que la actitud excesivamente laxa implantada en las escuelas bajo la influencia de esta teoría tiene algo que ver con la violencia actual de nuestra sociedad, marcada por broncas y hasta por disparos: mucha gente no admite ningún control social y se dedica a atemorizar a las personas de bien.
Hoy, el pedagogismo se ha convertido en un reflejo, casi mecánico, para justificar el desgano que produce poner en marcha una escuela poderosa, es decir, estricta consigo misma y, por supuesto, sometida a un sistema de evaluación, con exámenes serios.
Por eso, se usa todo pretexto para justificar la eliminación de pruebas finales, como las de bachillerato, o para debilitarlas. Se causa, así, un grave perjuicio a la educación como un todo. Los exámenes se ven como un obstáculo, pues para evaluar basta con el criterio benevolente del educador. Olvidan que el sistema educativo atiende a miles de personas y no a unos pocos delfines muy bien escogidos a los que se podría dispensar de ser examinados.
“Sin embargo, es legítimo exigir evidencia de que un régimen educativo está sirviendo. Muy a menudo, los educadores ‘progresivos’ aceptaron por vía de fe la eficacia de sus métodos… consideraban el éxito evidente, por sí mismo, o consideraban grosera e inapropiada la exigencia de índices de rendimiento impuestos externamente (accountability)… Pero toda institución educativa debe encarar la posibilidad de no ser eficaz y debe demostrar disposición de reflexionar, evaluar y cambiar de rumbo tan pronto como resulte necesario. La resistencia de las instituciones ‘progresivas’ a permitir cualquier tipo de evaluación llevó a la difundida —a menudo equivocada— noción de que los estudiantes solo estaban pasando un buen rato sin dominar nada”. Y que conste que esto no lo digo yo. ¡Lo escribió Howard Gardner, el famoso teórico de la educación, profesor de Harvard, figura central del planteamiento de las inteligencias múltiples.
Muchos de los herederos de las teorías de “la escuela nueva”, tendencia hoy anticuada, consideran que quienes creemos en la conveniencia de efectuar pruebas reducimos todo el proceso educativo al arte de examinar. Nada más grotesco. Esto constituye un error tan grave como reducir el pragmatismo educativo propio de esa tendencia a la aversión a los exámenes.
El autor es exministro de Educación Pública.
