Las odiosas diferencias entre los regímenes especiales de pensiones y el Régimen de Invalidez, Vejez y Muerte ofenden todo sentido de la justicia. No hay razón para las exageradas contribuciones del Estado como patrono y mucho menos para cargar el costo al presupuesto nacional.
La justicia nos eludirá mientras no exista un régimen único y solidario, donde el límite a las pensiones máximas contribuya a financiar la jubilación de quienes fueron menos afortunados a lo largo de la vida laboral. Resuelto así el esquema básico, bienvenidas las pensiones complementarias donde cada cual reciba el fruto de su ahorro y previsión.
No debe haber regímenes cuyos afiliados reciben mucho más de lo aportado, no importa el monto del beneficio, con la evidente salvedad del régimen no contributivo. Nada justifica la vejez holgada de beneficiarios designados por ley a expensas de los receptores de pensiones mucho más modestas.
Los responsables de los regímenes especiales deberían avergonzarse, especialmente si figuran entre los beneficiados. Hicieron un daño difícil de rectificar, galopando a lomo de la irresponsabilidad y la demagogia, pero la rectificación, hasta donde es posible, no saldrá de la irresponsabilidad y la demagogia.
El tema es un campo ferial para el discurso populista. Basta mencionarlo para atizar la indignación contra la esencial injusticia de las pensiones de lujo. No obstante, a estas alturas, hasta la ignorancia más invencible debe entender el principio de irretroactividad, la doctrina de los derechos adquiridos y situaciones jurídicas consolidadas, los límites establecidos por la Sala Constitucional —en consonancia con convenios internacionales— para las llamadas “contribuciones solidarias”, la imposibilidad de rebajar las jubilaciones excesivas mediante referendo y la tontería de elevar el asunto a la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Algunos planteamientos son tan absurdos que cuesta atribuir tanta ignorancia a sus autores, aunque en otros campos hayan demostrado bastante. Aparece, entonces, una sombra de sospecha sobre las intenciones de los reiterados fracasos reformadores. ¿Tienen el propósito de combatir las pensiones de lujo o, más bien, de desprestigiar a las instituciones donde nacieron y subsisten? El Congreso las creó, pero eso no le resta un papel vital en la institucionalidad democrática. Los funcionarios judiciales las disfrutan, y no por eso son menos indispensables. Como dice el dicho, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.