Lidier Esquivel Valverde ha pasado más de tres décadas en medio de las mayores emergencias que la naturaleza ha generado en nuestro país. Más allá de erupciones volcánicas, deslizamientos, inundaciones, huracanes y tormentas, en su mente guarda como si fuera ayer lo vivido en el terremoto de Limón del 22 de abril de 1991, a las 3:57 p. m.
Apenas recién graduado como geólogo de la Universidad de Costa Rica (UCR), le correspondió atender ese sismo de magnitud 7,4 y tuvo que radicarse en Limón con otros compañeros de la Comisión Nacional de Emergencias (CNE). A esa institución llegó para quedarse Lidier, el hijo de campesinos humildes, el menor de cinco hermanos, quien aprendió a surgir en medio de las fuertes carencias.
Al mirar hacia atrás, este hombre de 57 años rememora que con apenas dos años emigró a San Isidro de Pérez Zeledón, desde su natal San Vito de Coto Brus. Por eso la primaria la completó en la Escuela Pedro Pérez y la secundaria en el Liceo Unesco. Fueron sus padres, Abdenago y Adonay (Q.d.D.g.) quienes emigraron con cinco hijos, dos varones y tres mujeres.

Como era vecino de Pérez Zeledón, desde que era colegial solía subir en los veranos al cerro Chirripó. Así lo ha hecho diez veces, atraído por formaciones rocosas como los crestones. Subía los 14 kilómetros con los zapatos del colegio y sin los implementos que ahora existen para aliviar el viaje. “Es un lugar que me apasiona, tiene formaciones únicas. Las noches estrelladas son una maravilla en el Chirripó”.
Su vocación nació en medio del entorno rural en el que desde niño andaba por ríos y quebradas que quedaban muy cerca de su casa. Su interés era por todo en la naturaleza, las plantas, los peces del río y, por supuesto, las rocas.
En tercer año del colegio, una profesora de Orientación les habló de que era el momento de pensar en qué iban a hacer con su futuro, pero él ni siquiera sabía si iba a poder estudiar más. Fue gracias al sistema de becas de la UCR que tuvo la oportunidad de irse a vivir a San José. Cumplió su afán de entrar a la Escuela de Geología, donde encontró mucha gente de zonas rurales como Turrialba, Guanacaste y San Carlos.
Su sueño era trabajar en el campo, más que en las oficinas. Sabía que nunca se iba a aburrir al explorar y conocer lugares abiertos. Una de sus hermanas también tuvo la oportunidad de estudiar y se dedicó a la docencia. Era un país distinto, afirma. Dice que su hermana y él aprovecharon el apoyo de las universidades a familias de escasos recursos.
Guarda admiración por su madre, pues recuerda que le inculcó el amor por el estudio al enseñarle que todo es posible si se trabaja con tesón para lograr las metas.
Llegó para quedarse
Era estudiante de los últimos años de geología cuando Luis Diego Morales, quien era director de prevención de la CNE, llegó en enero de 1991 a la UCR y le ofreció trabajar por unos meses en esa institución, lo mismo que a otros compañeros, Geovanni Peralta y Fernando Molina.
El país había experimentado por varios meses una seguidilla de miles de sismos en Puriscal, que afectaron más de 500 casas y desencadenaron el 22 de diciembre de 1990 el terremoto de 5,7 en Piedras Negras de Alajuela, una comunidad que está a unos 4 km al noreste de Santiago de Puriscal.
Toda esa sismicidad afectó la parte sur del Valle Central y había mucho trabajo en evaluación de terrenos, por eso la CNE se apresuró a buscarlos en la UCR.
En abril les avisaron que ese mes se cerraba el período de tres meses por el cual los habían contratado, pero en eso ocurrió el terremoto de Limón y todo cambió.
Lidier afirma que le ampliaron el contrato y se tuvo que trasladar por varios meses a la provincia caribeña, pues los efectos del sismo generaron cientos de deslizamientos en las montañas y las partes altas de los ríos. Los temblores siguieron durante varios meses más.
Al llegar la estación lluviosa los efectos seguían, pues a raíz de los desprendimientos, muchos ríos se colmataron con los primeros aguaceros fuertes y salieron de su cauce, afectando a muchas comunidades.
Al año siguiente, ocurrió el maremoto y tsunami en Nicaragua, y Lidier fue uno de los llamados a colaborar en la atención de esa tragedia que en setiembre de 1992 arrasó con un pueblo de pescadores en el Pacífico sur del vecino país.
A partir de ahí ha vivido huracanes como el César que en julio de 1996 destruyó caminos, puentes, casas y cultivos en la zona sur; algo similar ocurrió con el huracán Mitch, dos años después. Más recientemente atendió tragedias como el deslizamiento de Calle Lajas en noviembre del 2010 en San Antonio de Escazú, donde también murieron 24 personas; o el huracán Otto en el 2016 y la tormenta tropical Nate, un año después.
Cada vez que llega la estación lluviosa, Lidier sabe que se incrementan los riesgos. Su trabajo le impide disfrutar de una tarde lluviosa agradable, sin pensar en el barrio, el pueblo o la familia que podrían estar en ese momento bajo una condición de riesgo o de amenaza.
“Con eso vivimos todo el día nosotros, desde que amanece hasta que anochece. Con los aguaceros uno no puede decir voy a tomarme un café, a sentarme en el patio o en el corredor de mi casa a ver llover o escuchar la lluvia, sino que lo primero que se viene a la mente, para hablarlo en términos muy de ahora, es la gente de Aguas Zarcas, de Desamparados, de los Diques de Cartago o de Golfito, Osa y Coto Brus”, afirma.
Es la angustia de quien ha tenido que enfrentar el dolor con deslizamientos como los de Arancibia en Montes de Oro (1993 y 2000), con familias que han perdido a seres queridos, o el drama de quienes de la noche a la mañana se quedan sin casa como ocurrió en el 2010 con 14 familias en las faldas del cerro Chitaría en Santa Ana, o decenas de familias afectadas en urbanización Valladolid, en el 2020, en San Miguel de Desamparados.
Cuando ya le toque irse, espera volver a disfrutar de la naturaleza. Ya no verla desde el lado del desastre y de la amenaza, sino hacerlo como cuando era niño.
Lo que más disfruta el jefe de la Unidad de Investigación y Análisis de Riesgo de la CNE es la lectura y los viajes. Lee todo lo que cae en sus manos. Le encanta la novela histórica, las biografías pero también las novelas de Latinoamérica, la política y la sociología. Lee a Isabel Allende, a García Márquez y a otros escritores latinoamericanos no tan conocidos.
“El libro Cien Años de Soledad, de alguna manera se identifica mucho con la fantasía de quienes vivimos en una zona rural y con muchísimas limitaciones. Algunas cosas hasta parecen similares a las que uno vivía”, dijo.
El terremoto que lo marcó
En tiempos del terremoto de Limón, los medios de comunicación no eran tan inmediatos como los de ahora. En los primeros minutos no se tenía información del epicentro. Como en los meses anteriores habían ocurrido los sismos en Puriscal y el terremoto de Piedras Negras de Alajuela, se creía que se trataba de un nuevo evento generado en esa zona.
“Yo hubiera dado cualquier cosa por haber tenido a mano un Google Earth o un GPS de imágenes satélites en línea. Todo ese montón de cosas que ahora son la cotidianidad, pero en ese tiempo eran como una película de ciencia ficción”, afirma.
Cuando se supo lo que había pasado en Limón empezó una prueba de fuego para Lidier en todo sentido, pues había que tomar decisiones rápidamente y con muy poca información.
Los mandaron en helicópteros militares prácticamente a vivir a Limón por unos meses. Metidos en Talamanca les tocó convivir con la gente que había sido afectada directamente por el terremoto. “Fue muy dura la experiencia en lo físico y en lo emocional. Muchas veces tuvimos que enfrentar situaciones que se nos salían totalmente de las manos. Que nos superaban enormemente. Nos tocó hacer caminos donde no habían, usando los vehículos que tenía la Comisión de Emergencias en ese entonces, porque las calles desaparecieron en la montaña, algunas veces los hicimos con guías y otras veces sin ellos”.
Afirma que fue una experiencia difícil, de esas que quedan grabadas y que no se olvidan, pues al llegar se toparon con una ciudad completamente devastada, sin puertos, aeropuertos, ni caminos. La mayoría de las casas quedaron caídas por el terremoto, sin agua y sin luz. “Teníamos que llevar el agua que íbamos a usar en los días que íbamos a estar ahí. Todo eso fue muy aleccionador. Fue una escuela para todos. Fue una escuela hasta de vida diría yo, porque también ahí es donde uno se da cuenta de que la vida es una cosa hoy y otra cosa distinta mañana. Vimos gente que lo perdió absolutamente todo en 40 segundos”.
Más allá del trabajo científico referido a evaluaciones de terreno en zonas de deslizamiento, inestabilidad y erosión, había que hacer de todo, porque había necesidades de todo tipo, desde llevar agua a sitios donde no había, “hasta sacar a gente afectada y enferma, sin que nosotros fuéramos rescatistas”, dijo.
Además, les tocó brindar contención psicológica a algunas familias que perdieron seres queridos. A veces, incluso, correspondió que les dieran atención psicológica a ellos. Había que hacer de todo, pues absolutamente toda esa parte de Limón estaba con deslizamientos.
Levantar toda esa información fue un trabajo muy duro, pues además de caracterizarla, tenían que hacer escenarios de lo que podría suceder en las partes bajas.
“En 32 años hemos vivido docenas de desastres naturales importantes, pero indudablemente ese tiene la particularidad de haberme dejado marcado, porque lo recuerdo todavía con mucha claridad”, acotó.
Conoció a su hija en España
En la entrevista, Lidier lloró al recordar que no estuvo en el nacimiento de su hija única. Como ya había hecho todas las gestiones para irse a estudiar a la Universidad Politécnica de Madrid y tenía que estar en España en diciembre de 1994, le dieron oportunidad de entrar al curso semanas después, pues explicó que su esposa estaba embarazada y que posiblemente iba a nacer su hija. Sin embargo, el plazo otorgado venció sin que naciera la niña, por lo que tuvo que irse a principios de enero y su hija nació el 31 de ese mes, entonces no pudo estar en ese instante.

Después, las aerolíneas, por un tema de cuarentena, no permitían que los niños viajasen antes de los 40 días de nacidos, de modo que fue hasta abril de 1994 en que pudo conocer a su hija Itzel, cuando llegó con Silvia Segura, la madre, al aeropuerto de Barajas. “Ese fue un momento mágico, la verdad, fue algo muy bonito. En la actualidad ella tiene 29 años, es psicóloga y está casada”, explicó.
Él vivió solo durante los primeros meses, hasta que pudo hacer todo para que su esposa y su hija pudieran llegar.
Itzel le ha acompañado en muchos viajes posteriores, porque heredó dos características de Lidier, la pasión por la lectura y la pasión por viajar. “He hecho el Camino de Santiago de Compostela dos veces, la segunda vez lo hice con ella, hace unos tres años”, recordó Lidier, quien actualmente está divorciado.
Afirma que cuando Itzel era niña, le decía que quería ser geóloga, pero cuando se hizo grande se fue por el lado de la mamá, que es psicóloga. Pero siempre son socios o compinches de estos dos hobbies, viajar y leer.
Revolución tecnológica
Para el terremoto de Limón a Esquivel le quedó grabado que el capitán de una de las aeronaves del Ejército de Estados Unidos que vinieron a ayudar, le dio un papel con un mapa del clima en Costa Rica, o sea, una imagen satelital a escala que lo dejó asombrado. En la actualidad, es algo que hasta los niños pueden observar en tiempo real.
El desarrollo tecnológico tiene ahora herramientas que permiten cruzar datos con eventos que han ocurrido aquí o en cualquier parte del mundo. Eso abre un abanico de oportunidades. La aplicación de la inteligencia artificial en la toma de decisiones para los desastres ya se puede notar en ciertos documentos y publicaciones. Según Esquivel, en el futuro podremos ver un programa tomando las decisiones, emitiendo alertas y evacuando poblaciones, entre otras cosas.
En la parte de meteorología, la información que compartían era verbal, cuando doña Patricia Ramírez era la directora del Instituto Meteorológico Nacional en los años noventa y luego Guillermo Vega y Eladio Zárate. En ese tiempo, el acceso a información de imágenes satelitales y su análisis e interpretación estaban en pañales todavía.
“Si contrastamos lo que ellos hacían con lo que se hace ahora, era como comparar a los Picapiedra con los Supersónicos. Ahora ha habido que adaptarse a todo eso, a entender nuevos modelos, nuevas formas de abordar los desastres. Hay que adaptarse también a una población cada vez más empoderada”, dijo.
Rememoró que hace 30 años mucha gente veía los desastres naturales como un castigo. Ahora hay más acceso a información y la gente reclama y demanda atención e intervenciones inmediatas, incluso hay una fuerte tendencia judicializar todo lo que se hace y lo que no se hace, entonces, a todo esto se han tenido que adaptar en la CNE.
