El Estado lo integran instituciones del más diverso tipo y cada una ofrece variados servicios, entre estos, la obtención de permisos. Para toda actividad se requiere un permiso de alguna entidad pública, nadie escapa de la regulación gubernamental.
No es superficial que con frecuencia se propongan la eficiencia y eficacia como objetivos centrales de la gestión pública, en consonancia con la Ley General de la Administración Pública, donde se ordena que la actividad de las entidades debe estar sujeta en su conjunto a principios fundamentales del servicio público para asegurar continuidad y eficiencia.
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Son escasas, sin embargo, las mediciones que permiten calificar en general con indicadores diseñados para ese fin cuáles instituciones destacan por la calidad del servicio o por eficiencia.
De hecho, popularmente, es más sencillo juzgar a las instituciones por sus yerros que por sus virtudes, porque arrastran una pesada carga negativa permanente, cuyo mínimo error es motivo para cuestionar su existencia.
Hagamos un pequeño ejercicio similar al que se escucha en las conversaciones coloquiales centradas en el servicio público o el desempeño. ¿Cuál diría usted que es ejemplo de eficiencia, desempeño sobresaliente, calidad de los servicios o por su gestión? ¿INA, Inder, Japdeva, Micitt, Conavi, Recope, MOPT, Procomer, CNP, Icoder, JPS, ICE, TSE, IFAM, Incopesca, PANI, CCSS, MAG?
Seguramente más de uno sostendrá que al eliminar equis institución no pasará absolutamente nada al día siguiente.
Parámetros para la calificación
Es cierto que los servicios ofrecidos por cada una no son comparables a priori; sin embargo, la valoración de lo que se califique como buena o mala gestión debe partir de parámetros macro aplicables a todos y algunos específicos según cada caso para juzgar con objetividad el desempeño más allá de la ejecución de un presupuesto o la calificación que obtengan los funcionarios.
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Deberían incorporarse otras variables, como calidad del servicio, resultados, celeridad y facilidad para realizar trámites, percepción de los usuarios, transparencia, rendición de cuentas, adaptación al cambio, renovación tecnológica, entre otras.
Por ejemplo, en el caso de instituciones autónomas como el INS, los bancos públicos, el ICE y sus subsidiarias (Racsa y CNFL) o empresas públicas como Recope o Correos de Costa Rica, ¿es correcto calificar su desempeño a partir de utilidades anuales, esto es, cuanta mayor utilidad, mejor gestión? ¿Es ese el objetivo primordial que deben perseguir?
Para entidades como el Banhvi, Laica, Conarroz o Procomer, ¿es suficiente considerar el criterio de sus públicos meta o deben adicionarse otras variables que pongan en una perspectiva más amplia su gestión?
De igual manera, para entidades de reciente creación como la Agencia Nacional de Gobierno Digital, la Promotora Costarricense de Innovación e Investigación o la Agencia Espacial Costarricense y la fortalecida Coprocom: ¿Qué resultados concretos se esperan de su labor y cómo serán evaluados?
Reputación
Así como para los negocios la reputación es un activo de sumo valor, también debe serlo para las entidades públicas, porque un clima reiterado de opinión negativa alrededor de su desempeño termina por erosionar la confianza de los ciudadanos en el Estado, situación que se agrava cuando los cambios demoran en producirse, afectando la legitimidad y credibilidad en el sistema.
De ahí la necesidad de avanzar hacia la conformación de un esquema de evaluación del desempeño que permita acreditar periódicamente eficiencia y calidad en toda la institucionalidad pública, desde el Gobierno Central hasta las municipalidades, con el fin de que sea posible identificar con claridad qué instituciones cumplen su cometido y cuáles precisan transformaciones.
Si el país decidió competir en las grandes ligas, he ahí un área de la que puede aprender de naciones líderes miembros de la OCDE, por su buena labor institucional y nivel de satisfacción.
El autor es politólogo.