En recientes días surgió en el país la discusión sobre la obligatoriedad de la vacuna contra la covid-19, cuestión ya debatida en otras latitudes.
Expertos en contra citan que la imposición debe estar justificada para enfermedades graves y altamente contagiosas; asimismo, otros afirman que la educación y la sensibilización es la mejor herramienta y que ejemplos existen: en los noventa, la poliomielitis era endémica en la India y unos 1.000 niños quedaban paralizados diariamente. Para el 2011, el virus había sido eliminado.
La erradicación se debió a un esfuerzo consolidado para involucrar a las comunidades, concentrase en los grupos vulnerables, comprender las preocupaciones, educar, eliminar barreras e invertir en sistemas locales de salud.
En vista de la negativa a la inoculación por ciertos empleados sanitarios y ante la poca, pero preocupante, oposición a la vacuna anti papiloma humano, se torna ineludible que nuestras universidades, en conjunto con la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), investiguen el fenómeno. No es lo mismo la reticencia a las vacunas que ser negacionista de estas.
Los antivacunas son grupos que organizadamente llevan décadas esgrimiendo excusas pseudocientíficas, mientras por otro lado existen preocupaciones normales ante una situación como la actual pandemia y obviarlas sería contraproducente.
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Concibiendo que está clara la obligación ética de vacunarse contra la covid-19 y otros agentes infecciosos, los profesionales en Medicina están en el deber, con el fin de cumplir con su código deontológico.
Para satisfacer la premisa primum non nocere (lo primero es no hacer daño) deben vacunarse, de otra forma ponen en riesgo a los pacientes y contravienen sus propios principios éticos.
Ahora bien, ¿y el resto de la sociedad? Debido a que la inmunidad de rebaño beneficia a hombres y mujeres por igual, es justo que la responsabilidad de alcanzarla se comparta equitativamente entre todos los individuos.
Obligar a alguien a vacunarse cuando está protegiendo su propia salud es más discutible éticamente que cuando se pretende proteger a los más vulnerables. Cuanto menos grave sea hacer algo que prevenga el daño a otros y cuanto mayor sea el daño prevenido, más fuerte será la razón ética para imponerlo.
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La respuesta está clara, hay una obligación moral. El riesgo es demasiado alto para convertirlo en una cuestión de libertades o deseos meramente personales en momentos cuando las libertades y vidas ajenas se encuentran en grave peligro, expuestas al albur de decisiones individuales.
Debemos honrar la memoria de nuestros caídos —como el Dr. Jaime Solís— y hacer primar el principio de beneficio social.
El autor es médico bioeticista.