Costa Rica vive una vergonzosa situación de hacinamiento carcelario, impropia de un país que se precia de ser respetuoso de los derechos humanos.
Nuestro sistema de justicia penal está al borde del colapso; las cárceles y las celdas judiciales están saturadas, al punto que el OIJ anunció que deberán «dosificar» sus operativos. Mientras tanto, autoridades del Poder Judicial y del Ministerio de Justicia se lanzan mutuas recriminaciones, se echan unos a otros las culpas y evaden toda responsabilidad.
La ministra de Justicia denunció que disponen de 300 espacios en San Sebastián, pero los jueces no autorizan el uso. Por su parte, el presidente de la Corte y la presidenta de la Sala Tercera dieron una conferencia de prensa donde responsabilizaron al Ministerio de Justicia por la crisis.
Sin embargo, el Estado costarricense, que es uno solo, tiene la obligación ineludible de asegurar el respeto de los derechos humanos de todos sus ciudadanos, incluyendo a aquellos que se encuentran privados de libertad.
Lo que sucede debería generar una reflexión seria y profunda, no ya sobre el hacinamiento carcelario, que se resuelve con la creación de más centros de reclusión, sino sobre nuestro sistema de justicia penal y de ejecución de la pena.
En nuestro país difícilmente puede sostenerse que la pena de prisión resocializa. Esa resocialización es un engaño, una manera de aliviar nuestra conciencia colectiva asignándole nobles fines a la sanción penal.
Lejos de resocializar, las cárceles se han convertido en verdaderas escuelas del crimen, donde existen redes organizadas que se dedican a sofisticadas formas de delincuencia, como las estafas informáticas y telefónicas.
A pesar de tan evidente fracaso, nadie se atreve a proponer nuevas políticas criminales, a repensar las formas de prevenir y de combatir el fenómeno delictivo. Hacer lo correcto a menudo es difícil e impopular. Y los políticos se horrorizan ante la impopularidad.
En medio de este panorama tan deprimente y angustiante, todavía hay espacio para lo tragicómico. Una jueza de ejecución de la pena, encargada de conocer y resolver un «incidente de hacinamiento carcelario», consideró oportuno prohibir a las autoridades penitenciarias que emitieran «manifestaciones, consideraciones u opiniones que pongan en entredicho» los principios de imparcialidad e independencia del Poder Judicial.
¿Conocerá la jueza la Convención Americana sobre Derechos Humanos, según la cual es prohibida toda forma de censura previa?
Pero el sainete no acabó ahí. La ministra de Justicia emitió un comunicado de prensa en el que desnaturalizó los alcances de lo resuelto y afirmó que la orden judicial le impedía «referirse a temas penitenciarios», y al mismo tiempo anunció su intención de acatar lo dispuesto.
La resolución, sin embargo, no dice tal cosa. Peor aún, la ministra decidió inicialmente plegarse a la ilegal orden, en lugar de combatirla y apelarla.
Un día después, ante las justas críticas que recibieron, ambas protagonistas intentaron enderezar el tiro. La jueza dictó una «aclaración y adición», que más parece un comunicado de prensa, donde defendió lo actuado, muy respetuosa de la libertad de expresión, negó toda forma de censura y aclaró que su orden se emitió «solo para el caso del CAI San José» y por un tiempo «muy corto».
Claramente, ignora la naturaleza y los alcances de la libertad de expresión. En una democracia, no es posible aplicar ningún tipo de censura previa, ni por poco tiempo, ni por un minuto, ni limitado a un espacio reducido, ni a un caso particular.
Por su parte, la ministra de Justicia presentó un recurso de amparo contra lo resuelto, por considerarlo censura previa. Inevitablemente, surge una interrogante: si realmente estimó que se le estaba censurando, ¿por qué anunció públicamente que acataría lo resuelto en lugar de apelar la decisión?
Además, el recurso de amparo no cabe contra resoluciones judiciales, por lo que la vía natural para combatir la ilegal orden de censura es la apelación.
Y así discurren los días, entre la tragedia y la comedia, en esta tierra bendita, donde las decisiones trascendentales se posponen «ad infinitum». ¿Hasta cuándo?
El autor es abogado.