Nos duele la crisis institucional de Colombia, una gran nación avasallada durante décadas por la guerrilla y el narcotráfico. Su espíritu bravío la ha mantenido en pie y le ha permitido avanzar. Esta actitud gallarda y sus enormes desdichas nos aleccionan.
La agonía de Samper y la parálisis política colombiana representan un triunfo para el narcotráfico. Sus principales líderes han caído, pero, desde la cárcel o desde la tumba, siguen causando estragos. De acuerdo con la denuncia de Fernando Botero, exministro de Defensa y exdirector general de la campaña liberal, Samper "planeó, programó y ejecutó" la recepción de $6 millones provenientes de los barones de la droga. Sea cierta o falsa, el narcotráfico ya logró su objetivo: además de ensuciar la campaña de un candidato democrático, ha manchado la institución presidencial, ha dislocado el Estado y ha envenenado al pueblo. Peor aún: ha sembrado la duda y la desconfianza sobre las ventajas de la democracia. Si a este cuadro se agrega el pandemónium del parlamento colombiano y los asaltos, físicos y morales, contra el Poder Judicial, el daño es incalculable.
¿Debe renunciar Samper? Debe renunciar todo presidente, culpable o inocente, sumergido en la soledad y la impotencia, e incapaz de representar a su país, tomar las decisiones básicas y preservar la unidad de la nación. No se trata del resultado fugaz de una encuesta popular o de la proyección cambiante de una imagen, sino de un deterioro total en el corazón del Estado y de la política. La presencia de Samper en el gobierno recrudece la crisis y expone a Colombia a un epílogo atroz. Su renuncia es un acto de servicio y de hidalguía, heroico, si es inocente; de respeto, si es culpable. Por aquel solamente lo premiará su conciencia; por este se lo agradecerá el pueblo.
Colombia vencerá otra vez en esta batalla. La democracia, a diferencia de la tiranía, no juega a todo o nada, y siempre encuentra frente a sí diversas opciones. Lo que nos importa ahora, además de formular votos por el pueblo colombiano, es recoger las enseñanzas guardadas y desplegadas en esta crisis. Los enemigos de la democracia son la corrupción, el narcotráfico, la injusticia y la ineficacia gubernamental. Los dos últimos van minando poco a poco la confianza de los ciudadanos, pero una opinión pública alerta y el pluralismo político ofrecen diversas oportunidades para resurgir. La corrupción cala más hondo y, como un cáncer, va asfixiando todo el cuerpo social y atando las voluntades. En esta coyuntura nunca faltan, sin embargo, voces independientes de denuncia y salvación. El narcotráfico, en cambio, posee armas financieras y terroristas de incalculable eficacia, unidas a uno de sus mejores aliados: el consumo generalizado de drogas.
Tienen la palabra los diputados. Debe legislarse para controlar rigurosamente la contribución de los particulares en las campañas políticas. Estas deben ser módicas y públicas. Debe prohibirse, asimismo, a los funcionarios la aceptación de regalos o favores. Debe resguardarse, a toda costa, la independencia de los funcionarios. Deben cubrirse hasta los intersticios de la función pública para evitar la penetración del narco o de la corrupción. Desde Colombia y otros países, nos viene la admonición.