En uso de su iniciativa en el período de sesiones extraordinarias, el Poder Ejecutivo puso a discusión el proyecto de los diputados opositores María Inés Solís y Carmen Chan para limitar la reelección de los alcaldes. La convocatoria responde a la Operación Diamante y los bochornosos hallazgos del Organismo de Investigación Judicial y el Ministerio Público, pero es una sentida necesidad desde hace mucho tiempo.
El poder e influencia de los alcaldes ha venido creciendo con menoscabo de otras instituciones, comenzando por los partidos políticos y la Asamblea Legislativa. Si lo desean, son prácticamente inamovibles. Manejan cuantiosos recursos y, una vez elegidos, pueden emplearlos para lograr la reelección. Redes de clientelismo, construidas sin mucho esfuerzo, son capaces de inclinar la balanza electoral con facilidad en comicios poco concurridos, donde unos cuantos votos marcan la diferencia.
Desde el asiento del poder local, pueden promover candidaturas legislativas y presidenciales. Así, tienen al alcance la posibilidad de elegir a «sus» diputados y hasta comienzan a organizar movimientos para imponer candidaturas presidenciales con desdén hacia procesos democráticos internos o uniéndose para participar en ellos. Su influencia en el Congreso les permite patrocinar legislación para acrecentar su poder. Con el mismo propósito, modifican los estatutos de sus agrupaciones.
No importan los índices de desempeño cantonal, procuran ampliar sus funciones y los recursos a su disposición. Aprendieron a actuar en conjunto, al punto de forjar curiosas alianzas con sus pares de otros partidos, y en la Asamblea Legislativa hay diputados dispuestos a complacerlos por temor a situarse a contracorriente de fuerzas tan poderosas. Su influencia no es solo sobre los estamentos superiores del gobierno. Hacia abajo, pueden lograr que nada se mueva sin ellos, ni siquiera la directiva de una asociación de desarrollo. Por lo general, sus salarios superan el ingreso de diputados, ministros y otros altos funcionarios. Además, se hacen acompañar de una burocracia leal y, también, muy bien pagada.
Con tanto poder en sus manos, las desviaciones no son de extrañar. Si los hechos descritos en la Operación Diamante llegan a ser demostrados, constituirán un excelente ejemplo del peligro del poder sin freno. Hace pocos meses, conviene recordar, alcaldes involucrados en la investigación abogaban por relajar los controles impuestos por mecanismos como el sistema unificado de compras públicas y estuvieron a punto de lograrlo.
El poder acumulado por los alcaldes a lo largo de los años se asienta en la capacidad de prorrogar indefinidamente sus mandatos. Es una anomalía en nuestro sistema republicano, tan cuidadoso de poner límites al poder. Existen tan buenas razones para limitar la reelección de alcaldes como las esgrimidas para hacerlo en el caso de diputados y presidentes. Si bien el proyecto de los diputados Solís y Jiménez representa un significativo avance, no recoge la lógica de esa similitud. En lugar de disponer cuatro años de pausa luego de un cuatrienio en el poder, permitiría la reelección inmediata por una vez. El alcalde podría permanecer ocho años en el poder, descansar cuatro y luego volver.
Ocho años son tiempo de sobra para cultivar las estructuras clientelistas de la actualidad y otras prácticas inconvenientes. Peor todavía, la reforma permite la inmediata elección del alcalde saliente en otro cargo municipal, como vicealcalde o regidor. Luego de ocho años, un alcalde podría ocupar el segundo puesto en jerarquía mientras espera la oportunidad de recuperar el cargo por ocho años más. Es fácil imaginar, en el interregno, un poder detrás del trono de un funcionario obsecuente, elegido mientras tanto, probablemente salido de la burocracia leal al jefe a la sombra. En ese caso, poco habremos avanzado.
El proyecto también debería incorporar un transitorio para establecer la aplicación de la nueva regla a los alcaldes actuales, que solo deberían poder reelegirse una vez más en el 2024 y, a partir de ahí, someterse a las limitaciones de la reforma. Por último, la expansión del poder de los alcaldes tiene un segundo fundamento, además de la reelección a perpetuidad. Es la falta de prohibición de la beligerancia política, como existe para muchos otros cargos.