Una vida se pierde cada 17 horas en las carreteras nacionales debido al creciente número de accidentes de tránsito. La estadística sería peor si se contaran los fallecidos lejos del lugar del accidente, pues solo contempla las muertes in situ. En los primeros ocho meses del año, hubo 334 muertes en esas condiciones, 30 más que en el mismo período del 2022.
El aumento acelerado de fallecidos desvaneció, hace años, la esperanza creada por la ley de tránsito y sus severos castigos. Pasado el efecto disuasorio de los primeros meses, los abusos, incluidos los más visibles y fáciles de detectar, como el manejo bajo los efectos del alcohol y los “piques” o carreras clandestinas, retornaron a las vías con toda su capacidad homicida.
La principal causa de los siniestros es el exceso de velocidad. El 45 % de las muertes de este año (150 personas) fueron producto de choques, vuelcos y atropellos atribuidos a la velocidad. La cifra llega al 68 % si se suman los casos de invasión de carril, también vinculados con la prisa.
Por eso las autoridades de tránsito ruegan a los conductores organizarse mejor para evitar la premura. Es un buen consejo, pero la prédica de buenos hábitos y los esfuerzos para extender la educación vial tampoco producirán el efecto deseado donde la ley, por rigurosa que sea, no lo ha logrado.
Educación, insistencia en la adopción de buenas prácticas y sanciones severas servirán de poco en ausencia del elemento fundamental: la vigilancia. “Es la medida más eficaz y la más respaldada por la ciencia”, asegura Roy Rojas, director de Proyectos del Consejo de Seguridad Vial (Cosevi). Lo mismo ha hecho este diario en varios editoriales a lo largo de años.
Si atendemos a la criminología, bien podría ser que una ley menos rigurosa produzca mejores resultados si los infractores perciben una alta probablidad de que sea aplicada. Rojas explica, con razón, que el conductor se inhibe de un comportamiento irresponsable cuando teme la presencia de un oficial de tránsito en la carretera. Así, las sanciones que hoy son letra muerta cobran vida y, si son duras en el castigo, se hacen sentir con mayor razón.
Pero Costa Rica viene retrocediendo en esa materia. A lo largo de la última década, la Policía de Tránsito perdió el 30 % de sus oficiales. Pasó de 1.043 en el 2014 a 694 este año, no obstante el acelerado crecimiento del parque vehicular. Si se excluye a los agentes dedicados a labores administrativas, apenas quedan 126 para vigilar todo el territorio nacional en cada turno de ocho horas. El más insignificante de los accidentes, un mero raspón, es capaz de sacar a un par de ellos de circulación durante largo rato.
Por eso nadie debe extrañarse de circular por los 32.075 kilómetros de carreteras del país viendo, solo por excepción, a algún oficial de tránsito. Por eso, también, los abusos de los conductores tienen pocas probabilidades de ser sancionados y la ley se viola flagrantemente en todas partes.
Nada reemplazará a los oficiales de tránsito, pero la vigilancia electrónica es un potente complemento para la labor policial. En ese aspecto, el país no ha avanzado un centímetro en décadas, cuando comenzó a contemplarse la idea. Los proyectos planteados se estrellaron, uno tras otro, contra los mandatos de la Constitución Política aplicados por la Sala IV.
Las objeciones no son invencibles. Costa Rica no es un país imposibilitado por su Constitución de adoptar la vigilancia electrónica. Algunos magistrados lo hicieron ver, pero los gobernantes se dieron por vencidos y hace tiempo ya ni siquiera se habla del tema, pese a la creciente mortandad en las carreteras. Sabemos cómo ponerle freno. Ojalá fuera igual de clara la solución de la ola de homicidios, dos veces más sangrienta que el caos vial.