Un mal día, hace décadas, la Asamblea Legislativa decidió dar carácter vitalicio a las pensiones heredadas por los hijos de funcionarios del Poder Ejecutivo y diputados. Así, nos legaron una carga que todavía arrastramos, además de un ejemplo inmejorable de los abusos cometidos contra las finanzas públicas, hoy inmanejables.
La cultura del privilegio sigue viva, pero la opinión pública, más alerta en nuestros tiempos, no permitiría semejante exceso. Durante décadas, políticos y burócratas se sirvieron con cuchara grande, y construyeron sus privilegios a partir de los beneficios obtenidos por sus pares en otros rincones del aparato estatal.
El sistema funcionó en silencio. La protesta puede volverse contra el denunciante cuando llegue su turno de exigir «reivindicaciones», y cuanto más escandaloso sea el abuso ajeno, más margen habrá para cometer el propio. De esa manera llegamos al absurdo de conceder pensiones vitalicias a personas sin necesidad y sin mérito, salvo descender de un funcionario cuyos méritos tampoco son necesariamente históricos.
Los beneficiarios, claro está, se consideran plenamente merecedores y acudieron a la Sala Constitucional para defender sus pensiones contra la ley aprobada en el 2016 para ponerles fin. El Congreso preservó la jubilación heredada hasta los 25 años, con la condición de cursar estudios y mantenerse soltero.

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Ahora, la Sala Constitucional restableció el beneficio al resolver cinco acciones de inconstitucionalidad interpuestas para reclamar respeto a situaciones jurídicas consolidadas antes del cierre del régimen, en 1992, cuando ya se hacía clara la crisis generalizada de las pensiones, precisamente por abusos como el comentado.
El fallo de la Sala IV ofrece una lección adicional: es mucho más fácil crear privilegios que eliminarlos. Ahí están, para probarlo, los dolores de parto de la Ley Marco de Empleo Público, vital para sacar al país de su crisis fiscal y evitarle graves penurias, pero combatida por grupos de interés, cada uno con sus «derechos» en mente.
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Son «derechos» exclusivos, no disfrutados por la generalidad de la población que, por el contrario, se ve obligada a financiarlos, sea con el pago de impuestos o con la involuntaria renuncia a recibir apoyo de los programas sociales verdaderamente orientados a resolver necesidades urgentes de los sectores menos favorecidos.
Cuando no hay derechos adquiridos o situaciones jurídicas consolidadas, hay protestas, lobistas y tumbacocos, pero ningún sector renuncia con facilidad a sus beneficios, no importa los sacrificios exigidos a la sociedad para mantenerlos. Por eso, es mejor pensarlo bien antes de crearlos.
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A quienes antaño crearon las pensiones heredadas a perpetuidad el país les preguntaría hoy, indignado, ¿cómo se les ocurre? No obstante, todavía existen impulsos, quizá más discretos, para repartir el dinero de todos. Los impulsos del pasado estarán con nosotros muchos años más, como es el caso de las pensiones hereditarias.
Liberar al país de esas cargas será una labor paciente y tesonera. Es, sin embargo, indispensable, no solo por elemental sentido de justicia, sino para despejar el camino del desarrollo. La Ley Marco de Empleo Público, si supera los debates legislativos, será un gran avance, pero importa más, todavía, la creciente comprensión del problema en todos los ámbitos de la vida nacional al punto de la admisión, escuchada en un órgano directivo universitario, de la oposición de la opinión pública a las pretensiones del sector.