La Operación Diamante y las rápidas renuncias de la ministra de Educación Guiselle Cruz y la viceministra académica Melania Brenes no deben impedir la discusión de lo sucedido con las pruebas FARO. Más allá de las inadmisibles consecuencias de los exámenes aplicados a 77.000 alumnos de primaria, el caso revela fallas sistémicas y, por tanto, recurrentes, del Ministerio de Educación.
Es imprescindible, como exigieron diputados de las bancadas opositoras, encontrar a los responsables del cuestionario y su aplicación. El ejercicio de rendición de cuentas fue omitido, a comienzos de la administración, cuando este diario denunció los sesgos ideológicos de los exámenes redactados en el gobierno anterior. Si las omisiones y procedimientos viciados de aquel momento hubieran sido identificados y corregidos, quizá no habría ocurrido el último traspié.
El nuevo escándalo reviste la misma o mayor gravedad en varios niveles, comenzando por el maltrato de los pequeños alumnos, obligados a contestar 600 preguntas entre las 9 a. m. y las 2 p. m., cuando menos. Los niños permanecieron sentados, con mascarilla, sometidos al estrés de un examen y sin alimentación. Terminaron agotados y algunos, dijeron los indignados padres, con ampollas en lo dedos.
Tanto esfuerzo fue en vano, porque el examen incluyó preguntas indebidas sobre las condiciones socioeconómicas de los alumnos y sus familias. En este otro plano, la aplicación de las pruebas fue especialmente odiosa. No solo no hubo consentimiento informado, sino que, por la edad de los afectados, nunca fue posible que lo hubiera. Extraer de un niño respuestas sobre las condiciones de su entorno y el de su familia bajo pretexto de un examen académico es una acción repudiable en cualquier circunstancia.
El abuso pudo responder a las mejores intenciones. El cuestionario de “Factores asociados” pretendía identificar variables capaces de afectar el rendimiento de los estudiantes en las materias evaluadas por las pruebas FARO (Español, Matemáticas y Ciencias). Se les consultó sobre la metodología empleada por el docente y el estado del centro educativo, entre otros elementos, pero también sobre la condición socioeconómica de la familia.
A los niños se les preguntó si asistieron a preescolar, si trabajan, por qué asisten a la escuela, dónde hacen los deberes escolares, sus actividades fuera del horario escolar en tiempos de pandemia y si tienen celular, computadora, Internet, telefonía móvil, electricidad, empleada doméstica, televisión por cable, agua potable, calle pavimentada, recolección de basura y servicio de bus.
La pertinencia de la información y su utilidad para el proceso educativo no podría justificar el modo de recopilación ni la falta de consulta previa a los padres de familia. Sobre todo, es difícil comprender por qué el Ministerio de Educación sometió a los niños al suplicio de suministrarla cuando buena parte de ella está disponible en otras bases de datos y puede ser utilizada, con apego a la ley, para establecer y mejorar políticas.
El Sistema Nacional de Información y Registro Único de Beneficiarios del Estado (Sinirube), por ejemplo, unifica datos de 4.850.000 personas y 1.468.000 hogares. El Ministerio de Educación es una de las instituciones participantes en el sistema, donde la información se recopila y emplea con apego a la ley.
Ayer fue un injustificable sesgo ideológico en las pruebas aplicadas a los alumnos. Hoy es una inadmisible invasión de su privacidad y la de sus familias, además del maltrato físico. Las renuncias de las altas funcionarias y de Pablo Mena, director de Gestión y Evaluación de la Calidad, líder del desafortunado proyecto, eran necesarias, pero no son suficientes para asegurar la reparación del sistema que produce semejantes entuertos.
Aclaración: el diputado Jorge Fonseca votó a favor de gravar el salario escolar con el impuesto sobre la renta. Por error, fue incluido en el editorial de este lunes, 22 de noviembre, en el grupo que apoya la exoneración. Ofrecemos disculpas por el yerro.