La falta de recursos económicos, el desempeño académico deficiente y los conflictos familiares figuran, desde siempre, entre las principales causas de la deserción de las aulas. La pandemia exacerba cada uno de esos factores y comienza a expulsar a los jóvenes del sistema educativo con creciente velocidad.
Padres desempleados o con salarios disminuidos, difícil acceso a docentes y materiales indispensables para el aprovechamiento del programa educativo, y las tensiones domésticas propias del momento, intensifican el impulso a la deserción. El Ministerio de Educación Pública lo sabe por los resultados preliminares de un censo efectuado, hasta ahora, en el 40 % (2.000) de unos 5.000 centros educativos.
Las escuelas ya censadas, y en especial los colegios, han perdido contacto con 8.000 alumnos. El número será mucho mayor cuando se tenga la información completa, pero los expertos temen la duplicación de la exclusión educativa y un retroceso de los logros obtenidos en los últimos años.
A los obstáculos impuestos por la pobreza y las tensiones familiares se suma la falta de conectividad como un fenómeno propio del momento. Muchos estudiantes se esfuerzan para mantenerse al día utilizando medios inadecuados, como los teléfonos móviles, pero ni eso es útil cuando la familia pierde la posibilidad de financiar las recargas, como sucedió al joven protagonista de una historia relatada en nuestro reportaje del 26 de julio.
Sin una conexión adecuada, el alumno se conecta, en el mejor de los casos, de forma intermitente y, en el peor, se ve obligado a actualizarse durante las visitas al centro educativo para recoger alimentos. No tiene oportunidad de plantear dudas o pedir explicaciones y se rezaga inevitablemente. De ahí al abandono del sistema educativo, hay un corto paso y muchos lo están dando.
“La pandemia no solo causa muertes físicas, también muertes cognitivas”, dice Isabel Román, coordinadora general del Estado de la Educación. La experta advierte sobre el riesgo de perder capital humano necesario para el desarrollo futuro. También expresa temor por la oportunidad de reclutamiento de los jóvenes excluidos para la delincuencia.
La situación recuerda el impacto de la crisis de los 80 sobre la generación bautizada como “perdida” por los estudiosos. La terrible situación económica de esos años sacó a miles de alumnos de las aulas y muchos jóvenes de entonces, condenados a trabajos mal remunerados por su falta de formación, terminaron viviendo bajo el techo paterno sin posibilidad de independizarse. La suya ha sido una vida de pobreza con limitadísimas oportunidades.
La crisis actual tiene condiciones muy particulares, pero pasados 40 años desde la última gran conmoción económica, también existen ventajas tecnológicas que debieron salvar a buena parte de los expulsados del sistema educativo. El dinero para cerrar la brecha digital se ha venido acumulando, pero nos hemos movido con frustrante lentitud. No es de extrañar que nos alcanzara la pandemia.
Esa lección sí debe quedar aprendida. Es preciso trabajar con rapidez para recuperar el terreno perdido. Más de 500.000 estudiantes carecen de acceso a Internet y al equipo necesario para conectarse. Enfrentar esa carencia es una prioridad irrenunciable, sobre todo si hay recursos para lograr avances significativos.
La deserción detectada en meses recientes es una tragedia en ciernes. La conectividad no basta para evitarla, pero sería de extraordinaria utilidad para los docentes que luchan por retener a sus alumnos a punta de fotocopias y mensajes por WhatsApp.