Nunca los aires de enero han sido tan fríos antes de unas elecciones. Y no me refiero al frente climático que nos llega del norte, aunque ese también tiene connotaciones políticas ingratas, sino al clima de nuestras almas ciudadanas, faltas de luz, faltas de fe. Afanosa lectora, hurgo las páginas de opinión, ávida de consejos que no terminan de llenar el bache enorme del camino de nuestra ilustre, pero, al mismo tiempo, deslucida democracia.
Bajo el puente de nuestra historia, ha pasado demasiada agua de “más de lo mismo” y, como casi todos los ríos de esta patria verde, pero altamente contaminada, los grandes diseños quedaron corroidos de agotamiento espiritual por la resaca de todas las reincidencias.
Duele vernos tan huérfanos de esperanzas, empantanados con las mismas cantinelas. Si resumo los consejos leídos, todos llegan a la misma recomendación de votar por exclusión: pasar de lo peor a lo malo y ahí, causar, con el voto, el menor perjuicio. Debemos atenernos de forma rigurosa al juramento hipocrático, que se resume en evitar hacer daño con el dedo. ¡Qué dolorosa encrucijada cuando más urgidos estamos de sabiduría, valor y audacia!
Porque no se necesita ser sabio para entender que la apertura energética nos daría enormes oportunidades de inversión que estamos perdiendo y crearía condiciones para hacer más competitiva nuestra factura eléctrica. La apertura en telecomunicaciones así lo demostró. Pero tocar ese avispero ideológico y de escasa transparencia financiera, requiere de un valor cívico desconocido en las corrientes políticas dominantes.
Se ofrecen empleos, pero con un sector productivo sin políticas de incentivos a la innovación. ¿De qué calidad, en medio de tanta informalidad? Tampoco es secreto que la empleabilidad de nuestros jóvenes está a la deriva del total desajuste de las instituciones de educación técnica con las demandas productivas. Así lo apunta la Contraloría que señala la brecha de experiencia empresarial del personal docente. Y eso es solo la punta del iceberg, frente a la ausencia generalizada de capacidades docentes, producto de una contratación sin filtros de control de calidad. Pero ese avispero es todavía más intocable.
Liderazgos populacheros. La carretera a San Ramón es testigo de la facilidad con que se cede a presiones sociales soliviantadas por liderazgos populacheros, para después decir que OAS habría sido mejor alternativa frente a todos los atrasos. Pero nadie advierte que el populacho no es ciudadanía.
En cuanto a la reforma fiscal, cada administración comienza diciendo que no es necesaria, para reclamar, después, su urgencia. Se prefiere poner discreta sordina, cuando no, abiertas promesas irresponsables de no tocar impuestos, pluses estructurales, ni disminuir exoneraciones. Nadie quiere asumir una reforma fiscal integral, lista y ampliamente consultada en la administración Chinchilla, pero solo después de haber echado al basurero propuestas más modestas, aunque oportunas y realizables, de la administración Arias.
¿Dónde encontrar, entonces, una voz que nos cante las cuatro verdades que no queremos oír?
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¡En ninguna parte! A esa conclusión llegué cuando vi que uno de los considerados más sensatos candidatos salía con un panfleto alimentado de nuestros más infames prejuicios de intolerancia. Honestamente, no lo podía creer. Ni yo, ni un ilustre exjerarca de Educación, ni una exjerarca de Salud, ambos, entre paréntesis, de lo mejor y más querido del mismo partido. Pero los panfletos eran auténticos.
Tan fuerte era la incredulidad de quienes comulgan con esa corriente política internacional, nacida en su tiempo para la solidaridad, que se tuvo que insistir que el panfleto era fidedigno. Lo motivó el avance en las encuestas de un candidato confesional, empujado por su reacción contraria al matrimonio entre personas del mismo sexo. ¡No se le podía dejar apoderarse del monopolio de nuestros prejuicios! ¡No, señor!
Ese mismo día, doña Nuria Marín decía que no se centrara la discusión en temas que nos dividen, sino en lo que nos une y en aquello que realmente apremia que se enfrente con sentido de urgencia y responsabilidad.
En todas las corrientes ilustres, nos han quedado solo resacas de expectativas escuálidas. Pero tenemos que votar y de una cosa estoy clara: no será por los candidatos o por lo que ellos dicen cuando buscan adivinar lo que suponen que queremos oír, alineados a las encuestas de opinión.
Lo mismo. Acabo de escuchar a don Ottón Solís darnos su consejo: “Confíen en mí”, decía. Eso mismo nos dijo hace cuatro años y vea donde esta él y dónde quedamos nosotros. ¡No, don Ottón, eso ya no basta, ni para usted, por mucho respeto que se haya merecido en estos cuatro años con su coherencia personal!
No es suficiente que reclame el prístino origen de su valido, porque si algo probó el gobierno actual es que ningún candidato ni partido nos puede sacar, por sí solo, del atolladero. Mucho menos si, como aquel candidato del PAC, elegido otrora, se desprecia la hidalga mano abierta que ofreció Rolando Araya para hacer un gobierno de unidad nacional.
¿Cómo votar, entonces? Primero que nada, ¡dejen de fraccionar el voto! Si llegan a asumir una decisión, que sea en toda la línea. Es absurdo quitar con un dedo lo que se da con el otro. Segundo, busquemos una estructura política con experiencia para administrar responsablemente la Hacienda Pública.
No tenemos luminarias individuales, pero el país goza de equipos partidarios que por lo menos nos pueden permitir seguir a flote, a despecho de las cada vez peores calificaciones de riesgo que nos hemos granjeado. Tercero: no se abstenga de votar. Las alternativas no son para hacer fiesta. Tanta mayor razón para el ejercicio de un esfuerzo cívico responsable. Es lo mínimo que podemos hacer por esta patria fatigada de bombetas.
vgovaere@gmail.com
La autora es catedrática de la UNED.