A inicios de septiembre del año pasado, la revista Businessweek, dedicó su portada a la pregunta: “¿Será Unilever la última empresa grande y buena?”. Unilever es angloholandesa. Desde el siglo XIX han provisto artículos de consumo masivo, muchos de los cuales inventaron o iniciaron su comercialización, como el jabón en barra y la margarina. El primer anuncio en la televisión británica fue de pasta dental de Unilever. Hoy, producen helados, mayonesa, desodorantes, jabón y cientos de productos consumidos por 2.500 millones de consumidores todos los días. Aseguran que prácticamente todos los lectores de Businessweek tienen seis o más artículos Unilever en su casa en este momento. Sus ventas son parecidas al PIB de Costa Rica y su valor de mercado unas tres veces más.
Visión. No hay duda que es una empresa grande. Lo de ser una empresa buena se debe a la creencia de Unilever y, sobre todo, a su director ejecutivo, de que es posible hacer más dinero comportándose de una manera virtuosa en el escenario global.
Esto conlleva vender detergentes amistosos con el ambiente, instalar miles de bombas de agua en villas africanas y hasta eliminar estereotipos de género en su publicidad.
Estas iniciativas dependen de dos premisas: que el consumidor con discernimiento ético del primer mundo está dispuesto a pagar un precio mayor por un producto amistoso con el ambiente y, segundo, que promover la salud y la felicidad en el tercer mundo producirá millones de consumidores nuevos que serán fieles a las empresa que los convirtió en consumidores por primera vez.
Unilever no es la primera empresa en creer que es posible ser exitoso haciendo el bien, pero si es la primera en intentarlo en gran escala.
Liderazgo. Paul Polman tomó las riendas de Unilever en el 2009. Eliminó el término “responsabilidad social empresarial” y el reporte trimestral de utilidades; en su lugar prefiere que los números hablen: la energía por tonelada de producto se ha reducido en más del 25 %, lo que da ahorros de cerca de $500 millones; el consumo de agua lo ha reducido aún más y contribuye así a bajar los costos. Mientras, ejércitos de colaboradores de Unilever instalan escusados en África, lo cual reduce la incidencia de enfermedades infecciosas y aumenta significativamente la venta de Domestos, el detergente de escusados. En Vietnam despliegan una iniciativa llamada Perfect Villages que enseña a los niños a lavarse las manos, lo cual mejora la salud y aumenta las ventas de jabón.
Polman dedica tiempo significativo a compartir sus ideas, aparece en conferencias y eventos ambientalistas con personalidades como Bono y Richard Branson. Esto no es bien visto en los círculos de negocios donde el corto plazo es el rey. En febrero del año pasado, Kraft Heinz Co. (propiedad de 3G Capital) intentó una adquisición hostil de Unilever, la cual fue rápidamente rechazada, pero obligó a Polman a hacer concesiones de corto plazo (recompra de acciones, mayores dividendos, y promesa de recorte de gastos) que de otra manera no hubiera hecho.
En algún momento Polman se dejó decir que él no trabaja para los inversionistas, trabaja para los clientes. En primera instancia uno podría preguntarse cuán diferentes son los intereses de los clientes y de los inversionistas, pero la diferencia la hacen los inversionistas institucionales, como 3G Capital.
Tipos de empresas. Estos inversionistas son enormes fondos de inversión, algunos de los cuales buscan retornos de muy corto plazo. Se dice de 3G que compra enormes empresas y elimina todo lo que no esté atornillado, lo cual aumenta la rentabilidad de corto plazo y las vuelven a vender. Esto complica la discusión, pero no la elimina. Los inversionistas siguen siendo los dueños y en el caso de empresas públicas (las acciones están en manos del público inversionista) la gobernanza puede ser bastante complicada, pero los dueños son los que pagan la orquesta y, por lo tanto, mandan el baile.
La divergencia entre los intereses de los dueños y los intereses de los clientes se vuelve una de corto versus largo plazo. Ciertamente un asunto de discusión, pero no en todas las organizaciones.
Pero hay empresas, como cooperativas financieras y clubes sociales, en las que todos los clientes son dueños. En este tipo de empresas la disyuntiva no existe, los intereses de los dueños son siempre los mismos que los intereses de los clientes. Uno esperaría, por lo tanto, en este caso una excelente experiencia del cliente en todas sus transacciones con la empresa. No es posible entender que los directivos o administradores de estas empresas decidieran no gastar en deleitar al cliente, ya que los clientes son los mismos dueños.
Clientes y dueños. En el caso de las empresas e instituciones estatales, los dueños también somos los clientes, aunque se nieguen a utilizar la palabra cliente y prefieran llamarnos contribuyentes, abonados o usuarios. Los accionistas del Estado, no hay duda, somos los ciudadanos, como también somos los beneficiarios de los servicios y productos que brindan.
En este contexto, es difícil entender que se brinde un servicio de transporte público que no incluya la facilidad para que los usuarios consulten en el teléfono cuándo va a llegar el bus a la parada y cuántos espacios disponibles tiene. Es muy difícil entender que en su lugar se prefiera que los ciudadanos que utilizan el bus se amontonen debajo del pequeño alero de la parada en el aguacero torrencial a esperar un bus que no saben cuándo llegará o si tendrá espacio. Digo que es difícil entender porque esto no es tecnología de punta, esto existe en todas partes. Si los funcionarios públicos trabajan para los ciudadanos (accionistas), ¿cómo puede decidir darles un servicio tan increíblemente anacrónico?
Tampoco es posible entender cómo casi a finales de la segunda década del siglo XXI se decida permitir la anarquía vial en lugar de utilizar tecnología (cámaras y sensores) para detectar y castigar a los que se niegan a obedecer las reglas de tránsito. Esto es todavía más difícil en tiempos de crisis fiscal, ya que las multas no cobradas, sin duda, suman una fortuna.
Esta semana publicó El Financiero una entrevista con el director de la Tributación Directa y el director del proyecto de factura electrónica, en la que le achacan la culpa de los problemas de utilización de este sistema a los usuarios, porque “la gente no quiere leer”. Resulta que hay un manual de 59 páginas que se supone responde todas las dudas que los usuarios podamos tener. Eso no solo es no considerar al cliente, es insultarlo. Hoy, en una situación no monopolística, un software que requiera manual no vende ni una sola copia, sin importar la funcionalidad. El diseño de la experiencia del cliente no es opcional.
LEA MÁS: Las intocables
Tratar a los contribuyentes como clientes es el primer paso, obvio, para mejorar la recaudación. En otros países así lo hacen y empiezan por eliminar la palabra contribuyente y la sustituyen por la palabra cliente. De seguido la administración se compromete, como nos comprometemos todos con los cliente: las cosas se hacen bien y se hacen a tiempo. Se utiliza la tecnología para hacerle la vida fácil al cliente, no lo contrario.
En un ambiente competitivo, si le fallamos al cliente, lo perdemos. En una institución pública, si le fallan al ciudadano, tienen que haber consecuencias. Esto no es utópico, ya que con una sencilla aplicación en el teléfono es posible que los ciudadanos evalúen todas y cada una de las interacciones con los servicios públicos.
Si los funcionarios públicos trabajaran para los ciudadanos (los dueños y clientes) una mala evaluación del servicio tiene que ser inaceptable.