
No lo ignoro, Armando Mayorga ya abordó el tema, e insiste en que los porteadores de toda índole «gracias a Dios tienen trabajo».
Da en el clavo al describir con tacto, y hasta con cierto humor, lo malcriados o poco criados que son la mayoría. En seguida, da pruebas de que para ellos y los demás son un peligro público, por lo que concluye: «Las motos y bicicletas para servicio exprés representan una oportunidad económica, pero debe ser regulada» («Peligro exprés», 28/7/2021).
Yo voy por otro carril. El sistema existe precisamente porque no está regulado. Ni a la empresa con la que colabora ni al receptor de la mercancía les interesa que haya regulación; igual, probablemente al que contra viento y marea se aferra a esa ocupación. Los tres se unen tácitamente en burlas potenciales de las reglas porque, de lo contrario, subiría la tarifa y se va el interés tripartito.
En ese entierro de la dignidad, quien por fuerza sale perdiendo por lado y lado es el que ni más ni menos expone prácticamente lo único que tiene: su cuerpo. ¡Lo hace porque tiene que comer y quiere vivir! Es el moderno acémila, vocablo de origen árabe en el español del siglo XVI y vigente por «bestia de carga».
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Vaya, entre mis ociosas lecturas históricas está que el primer obispo de Guatemala, aparte de encomendar que las mujeres sean tratadas con dignidad (ya todo un avance en esa época), le suplicó a su amigo Carlos V, nada menos que el emperador, que mandara prohibir esa institución del acémila.
Tenemos todos de algún modo en la mente esa idea: la de porteadores indígenas, descalzos, con una monumental carga en la espalda, desde las rodillas a veces, hasta encima de la cabeza. ¡Y a caminar, descalzos muchos, por cerros y valles, el día entero! No importaba si desfallecían: había mucho remplazo a mano, no recibían consideración de ninguna clase; eran tratados poco menos que como animales.
Los tiempos han cambiado, dicen, pero, viendo un tanto más cerca, los porteadores que pululan por nuestras calles, ya anden en moto o más, obedecen grandemente a una misma estructura. A más de uno lo veo en la bicicleta ya con una adaptación motorizada que escupe ruido y aceite, pero, a ojo de buen cubero, ¿no los observamos bajo un mismo patrón de trabajo? Esos enormes bultos en la espalda, probablemente ya no tan pesados, perdonen, demasiado me dejan en la pupila la imagen del acémila colonial.
Es decir, pese a que, sobre todo desde el siglo XIX con orgullo se ha ido proclamando el fin de la esclavitud, ello quedó grandemente en el consabido papel que lo aguanta todo. El sarcasmo social, lo veo con dolor cuando una de esas empresas pareciera haber patentado hasta la frase de «entregamos con amor». ¿De veras? Mucho gusto y pocas nueces.
Tenemos que adaptarnos a nuevas modalidades de entrega y para eso está toda la maravillosa combinación de un celular con el programa Waze. Sobre ello se encuentra basada y montada felizmente toda una revolución copernicana, pero los taxis rojos no parecieran entender que su momento pasó.
En forma regulada, pero competitiva, hace falta que el consumidor tenga donde escoger, obviando tanto el monopolio (de esos) como la falta de protección social (de muchos jóvenes, ahora más, quedados sin empleo por la pandemia). Así, también, el correo tradicional, en varios aspectos, fue superado por la entrega a domicilio.
Pero nosotros nos quedamos con una cabeza colonial, poco menos que medieval: el arcaico sistema de direcciones, a leguas comprobado como ineficiente y demoroso en tiempo, no apto para coordenadas compactas. En vez de enorgullecernos por lo «típico», debemos urgentemente reprogramarlo hacia mentes para el siglo XXI que hace rato empezó.
En oficinas públicas y comercios privados, quienes quedaron con su cabeza en lo aldeano de antes no se dieron cuenta de que Amazon, entre otros, está moviendo todo el esquema tradicional de compras con base en teléfono, Internet y porteadores precisados o explotados en diverso sentido.
Pero también a esos acémilas contemporáneos les va la advertencia: salgan de la cómoda postura de esperar que otros, Diosito o el azar les arreglen la situación. Al igual que en tiempos de la colonia, es el menos preparado, en formación, en idiomas, en habilidades, el que pasa inexorablemente a llenar la red, ahora de nuevos esclavos «libres».
El autor es educador.