La poesía no es la universal historia del “te quiero-me quieres” (sobre todo el primero, proferido en todas las tonalidades, colores, texturas y ritmos imaginables). Lo que el poeta ama es el lenguaje: verbaliza el erotismo, erotiza el verbo. Tal es el primero y el último de sus amores. Lo destruye y lo reconstruye una y otra vez. Como Dionisio, tiene que demoler para reinventar. No es destrucción gratuita. Es constante generación de formas, replanteamiento de la relación entre el ser humano y la palabra, entre el significado y el significante.
Tampoco es apropiación del mundo a través del signo: es su celebración. Copular verbalmente con la realidad, con todo lo que nos rodea (la única forma que el hombre tiene de dialogar con el Ser, propone Heidegger). Lo que la poesía ofrece es una vinculación con el mundo radicalmente diferente de la que nos propone cualquier otra forma de discurso.
La preeminencia del erotismo en la poesía universal responde a una natural adecuación entre dos niveles de la experiencia humana, ambos caracterizados por la impotencia. Tratemos de precisar este concepto. ¿Qué es eros? Cedámosle la palabra a André Comte-Sponville: “Eros es la falta, y es la pasión amorosa. Es el amor según Platón: ‘Lo que no tenemos, lo que no somos, lo que nos falta, he aquí los objetos del deseo y del amor’”. Es el amor que toma, que quiere poseer y conservar.
Te amo: requiero. Es el más fácil, el más violento. ¿Cómo no amar lo que nos falta? ¿Cómo amar lo que no nos falta? Es el secreto de la pasión (que solo dura mientras hay falta, desdicha, frustración); es el secreto de la religión (Dios es lo que falta absolutamente). ¿Cómo podría ser dichoso, sin fe, un amor así? Necesita amar lo que no tiene y sufrir o tener lo que ya no ama (pues solo ama lo que le falta) y aburrirse… Sufrimiento de la pasión, aburrimiento de las parejas: no hay amor (eros) dichoso”.
Otro pensamiento. Esta no es exactamente mi opinión al respecto, aunque sospecho que, ya sea por la naturaleza antropológica del eros o por condicionamiento cultural, mucho de verdad hay en las palabras de Platón. En todo caso, quienes no estén de acuerdo con su concepción, que se las zurren con él.
“Quien ama lo bello, desea siempre que lo bello pueda ser suyo”, rubrica el autor de El banquete (fuera quedan por lo pronto las nociones de philia de Aristóteles y de agape o caritas). Este sentimiento de incompletud, de anhelo, de falencia, de pasión (tómese la palabra en su sentido etimológico: “dolor”) solo puede expresarse eficazmente en un lenguaje aproximativo, incompleto, insuficiente, un lenguaje que es, él también, anhelo más bien que plenitud y felicidad colmadas. Por eso la poesía emerge como el vehículo natural para su formulación. A sentimiento de carencia, lenguaje insuficiente.
Y la poesía —por la magnitud de su ambición, siempre insuficiente— da voz a una forma de amor que, en virtud de su urgencia y arrebato precede (como lo puntualiza Freud) al philia y al agape. La poesía es —sea ello dicho sin ningún menoscabo de su eficacia estética— un fracaso indicativo que corresponde a un fracaso existencial. Fracaso indicativo porque su instrumento, su unidad semántica —la palabra— es, ella misma, puro eros, es decir, deseo.
Insatisfacción. Me reitero: una vida deseante (y por lo tanto dolorosa) buscará naturalmente un lenguaje imposible. Imposible, por lo menos, en su precisión significativa. La poesía es la dimensión lingüística de la insatisfacción constitutiva del eros platónico. ¿Dónde queda entonces la poesía del vínculo conyugal colmado?, se preguntarán algunos, legítimamente. Pues en las márgenes de la poesía del deseo, como es evidente.
La bienaventuranza doméstica no genera poesía, a lo sumo frases de almanaque. Ya sé que estas apreciaciones van a soliviantar a más de uno. Buena cosa, porque eso es precisamente lo que quiero.
Si aceptamos la concepción platónica del amor (deseo no satisfecho, falencia, necesidad, dolor, anhelo de lo que no se posee), entonces la poesía no sería otra cosa que su cristalización verbal natural. Porque la poesía, por definición, nunca llega ahí donde querría llegar. Siempre es tentativa, atisbo, vislumbre, travesía, no puerto para el desembarque. Es un arte gloriosa, trágicamente insuficiente.
Lo que en el fondo querría es ser música, tener su virtud de mostración directa de los sentimientos, sus recursos evocativos, su capacidad de hipnosis, su poder para alterar nuestro ritmo de palpitación cardíaco, nuestra respiración, el funcionamiento de nuestro sistema nervioso simpático. Para ponerlo en términos nietzscheanos, no representar la voz de Dionisio, sino ser la voz de Dionisio. La poesía puede acercarse a esto tal es su más entrañable ambición, pero precisamente intentará aproximarse en la medida en que no lo es. Si ya estuviese ahí, no necesitaría ir hacia.
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Sí, sublime fracaso, el de la poesía. A buen seguro, el más bello fracaso en la historia de los afanes humanos. Pero la insuficiencia que le es inherente la hace, como decía, ideal para expresar un sentimiento que se consume en deseo, en sed, en hambre, que se sabe desde siempre y para siempre condenado a no gozar plenamente lo que ansía —de nuevo, si suscribimos a El banquete, de Platón—.
Lenguaje que es élan, potencia, intención, travesía, peregrinaje, para un sentimiento que se alimenta de deseo (es decir, de falencia), y muere de saciedad. Era el casorio perfecto. A marriage made in heaven. Se pertenecen uno al otro. El lamento amoroso (la queja, el reproche, la añoranza, el duelo, los celos, el despecho); el íntimo, secreto lamento del poeta que conoce la insuficiencia de su instrumento (¡case in point: Mallarmé!): acaso estemos hablando de dos manifestaciones del mismo sentir: el deseo. El deseante, que desea hasta la locura aquello que suscita su pasión, y la poesía, que desea hasta la locura ser música, y es tanto más plena cuanto más se acerca a ella.
El autor es pianista y escritor.