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La desigualdad, medida por el coeficiente de Gini, pasó de 0,45 a 0,52 en Costa Rica.
De acuerdo con el Informe Estado de la Nación, entre 1990 y el 2020 la desigualdad, medida por el coeficiente de Gini, pasó de 0,45 a 0,52 y la relación entre el ingreso promedio del 20 % más rico de la población y el del 20 % más pobre se elevó de 9,3 a 12,4. Además, desde comienzos de la década de los noventa, el porcentaje de familias en condición de pobreza dejó de caer y se estancó en alrededor de un 21 %.
Las noticias recurrentes sobre la creciente inequidad no deberían sorprender. Una parte de las causas era evidente para muchos de nosotros desde los años ochenta, en el marco de nuestros análisis de los programas de ajuste estructural y las estrategias para promover y diversificar las exportaciones.
Cuando la política de desarrollo se orienta a liberalizar mercados y la apertura comercial, y cuando se predica a diestra y siniestra que dar apoyo especial a ciertos sectores es paternalismo estatal y no contribuye al desarrollo, los resultados en términos de inequidad no deberían sorprender. Esto porque esas políticas son equivalentes a dar más espacio a la ley del más fuerte, es decir, dar ventaja a los ya grandes económicamente. En esa competencia, el que posee menos rara vez sale airoso.
En Costa Rica logramos impedir que se materializaran todas las aspiraciones en esa dirección de algunos grupos poderosos y de algunos economistas. Sin embargo, la liberación de precios de sustentación, la eliminación del crédito subsidiado, la reducción de aranceles y el debilitamiento del Ministerio de Agricultura, así como el deterioro sostenido de la calidad de la educación pública (a la única que pueden acceder los sectores de menores ingresos), son ejemplos de políticas que en parte explican la concentración del ingreso y la riqueza en el país, lo cual no fue compensado, por razones que menciono abajo, con el incremento en el gasto social.
Pero el cambio en la estrategia fue mucho más allá que dar espacio a la competencia dentro de mercados un poco más libres. Las prédicas contra el paternalismo estatal estuvieron acompañadas de la creación de una batería de subsidios, transferencias y exoneraciones fiscales a los grandes negocios nacionales y extranjeros.
Más aún, en algunos casos, la condición para beneficiarse de esas herramientas fue que la empresa sea grande (ej. “mínimo tantos cuartos de hotel”, “inversión mínima de tantos millones de dólares”) o que se dedique a actividades que casi solo grandes negocios pueden acometer (ej. CAT y reducción de impuestos sobre las importaciones).
Se estructuró una economía en que ciertos sectores, fuertes y crecientes, están exentos de pagar algunos impuestos, lo que dificulta elevar la carga tributaria y mejorar la situación fiscal, mientras que sobre las pymes nacionales, los asalariados y los consumidores recae buena parte del peso de los impuestos. Porque lo que ocurrió no fue que se eliminó el paternalismo, sino que se reorientó de pequeños a grandes, de objetivos desarrollistas integrales a objetivos meramente económicos (exportaciones e inversión extranjera) y de mejorar la calidad de las herramientas de movilidad social a crear programas asistenciales para intentar evitar las manifestaciones más groseras de pobreza.
Lo anterior explica, en parte, las dos Costas Ricas que se han ido perfilando: la que puede pagar altos salarios y obtener grandes ganancias y la que araña para sobrevivir.
Frutos del nuevo paternalismo
Los importantes objetivos economicistas se materializaron; la inversión extranjera se incrementó, al igual que la llegada de turistas. Por otra parte, las exportaciones se elevaron y diversificaron, en cuanto a productos, mercados y geografías de origen, y se generaron nuevos empleos.
No hay duda de que el neopaternalismo rindió sus frutos, cosa que no sorprende a quienes creemos que, en muchas circunstancias, burócratas y políticos deben escoger beneficiarios (pick winners) y que algunas fuerzas del mercado deben intervenirse para alcanzar determinados objetivos.
Entonces lo que condujo al incremento de las desigualdades no fue el neopaternalismo, sino el abandono del viejo; todo en el marco de sermones contradictorios y descalificadores, los cuales dificultaron un debate constructivo.
Huelga decir que el neointervencionismo no es monopolio de Costa Rica. La mayoría de los países, comenzando por los más desarrollados, libran una intensa competencia para atraer la inversión de grandes corporaciones, por medio, principalmente, de exoneraciones fiscales y subsidios.
Dichosamente, pareciera que, con el liderazgo de la OCDE, por fin se va a poner coto a esa absurda política de premiar a los empresarios más ricos del planeta con beneficios que no están disponibles para la población mundial más pobre.
Costo e ineficiencia
La otra explicación a la profundización de la inequidad yace en la enorme cantidad de recursos que nos cuesta el aparato estatal y la ineficiencia que caracteriza a buena parte de este. La creación de instituciones sin ton ni son (en muchos casos duplicando funciones) y la concesión de beneficios excesivos a los empleados públicos, sin exigencias efectivas de productividad, explican en parte la carencia de recursos para mejorar la calidad de los servicios que son movilizadores sociales y para atender las necesidades de los sectores que justificaron la creación de cada órgano.
Así, a pesar de que entre 1990 y el 2020 el gasto público social se elevó de un 15 a un 24 % en relación con el PIB y en un 68 % en colones reales per cápita, la pobreza no se reduce y las inequidades se ensanchan.
Paradójicamente, la totalidad de las instituciones públicas que duplican funciones y de los privilegios excesivos otorgados al empleo público son responsabilidad de políticos, economistas y partidos que constantemente sermonean contra el aparato estatal y la burocracia. Sin duda, los réditos políticos de abrir una nueva institución o de otorgar —sin exigir nada a cambio y por lo general en período electoral (y de manera confidencial)— privilegios injustificados en una convención colectiva derrotó de manera aplastante los contenidos de los sermones.
En la creación de ese costoso e ineficiente aparato estatal, las derechas costarricenses siempre contaron con el apoyo de los sindicatos del sector público y de muchas de las izquierdas dentro de la política. De hecho, lo que durante el gobierno de Carlos Alvarado impulsó a estos grupos a protestar fue su defensa a ultranza de las duplicidades, ineficiencias y prebendas creadas por los últimos expresidentes de las derechas.
Esas izquierdas, contradictoriamente con su prédica, no han tenido como objetivo proteger los intereses de los sectores más vulnerables del país, sino los privilegios del empleo público, aunque ello haya limitado los recursos disponibles para combatir la pobreza. Convirtieron el medio en fin, sin que les importara un bledo el incremento en la inequidad.
Ante las realidades de la política económica y de la evolución del aparato público, sustentadas en sermones contradictorios por ambos extremos del espectro ideológico, no debe sorprendernos el incremento en las desigualdades, ni debemos hurgar mucho más en sus causas y remedios estructurales.
Dichosamente, los espacios para enmendar hoy son fértiles. Por una parte, las derechas deben percatarse de que en las principales capitales del mundo —empezando por Washington D. C.—, en lugar de criticar y castigar el intervencionismo del Estado y políticas sociales inclusivas en todos los campos, predomina hoy un pensamiento identificado con estas visiones.
Por su parte, la izquierda debe ver las señales de Cuba y China, donde el incremento en la eficiencia de los órganos del Estado se convirtió en objetivo de primer orden.
El autor es economista.
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