Como país nos estamos adentrando en aguas desconocidas y sobre todo peligrosas. Aunque el mar en el que se navega hoy parece calmo y, en buena medida son más favorables los vientos y las corrientes actuales que los que se debieron enfrentar durante los seis años anteriores, el horizonte no luce promisorio y, por el contrario, se torna cada vez más y más oscuro y tormentoso.
¿Por qué se da esta paradoja? En primer lugar, es evidente que en el último sexenio se navegó –permítaseme continuar con mi símil marítimo– por aguas tormentosas y estrechos riesgosos.
Primero, una crisis presupuestaria y de financiación gubernamental compleja producto de la incapacidad de alcanzar acuerdos para dar sostenibilidad a la política fiscal, luego el profundo shock –humano, social, económico y político– que significó la pandemia generada por el nuevo coronavirus, después el surgimiento de presiones inflacionarias intensas y, como debe de ser, la reacción de las autoridades monetarias ante ellas. No se exagera, sin duda, cuando se reconoce que entre 2018 y 2023 se vivió, literalmente, de una crisis o evento inesperado a otro.
Poco a poco, los efectos adversos de los shocks que se enfrentaron en el pasado reciente fueron, por un lado, diluyéndose gracias al paso del tiempo (el adaptarse a las circunstancias) y la suerte (muchos de los eventos inesperados y adversos demostraron ser temporales); pero además, contribuyeron a la superación exitosa de esos aciagos tiempos, los acuerdos políticos que permitieron reformas clave (como la apertura comercial, el dotar de espacios más efectivos para la conducción monetaria y, por supuesto, el ajuste en las finanzas gubernamentales) y el fortalecimiento institucional.
Además, fue fundamental el contar con navegantes responsables que supieron leer la coyuntura y, con base en datos y con apego a la ciencia y a la técnica, sujetaron con fuerza el timón ante las marejadas y cuando los cantos de las sirenas del populismo fueron en aumento, también supieron atarse a los mástiles para evitar caer en tentaciones que en el pasado nos llevaron a abismos profundos.
Así se pasó de la tormenta a cierta calma chicha.
Entonces, ¿por qué el pesimismo si se lograron sortear aguas tan riesgosas y adversas? Al menos dos razones llenan de nubes oscuras el horizonte hacia el que, como sociedad, nos dirigimos.
Lo primero, es que los problemas son, sin lugar a duda, más retadores y estructurales. Los efectos del cambio climático, el embate del populismo y las ideas iliberales en contra de la convivencia en democracia, la inequidad y la ausencia de oportunidades no son retos coyunturales y, en consecuencia, requieren más que acciones de corto plazo. Urgen acuerdos amplios, decisiones firmes y oportunas y políticas gubernamentales ambiciosas y de largo aliento, que se atrevan a enfrentarlos y que, con los ajustes que la realidad impone, perduren en el tiempo.
Necesitan, además, de liderazgos responsables y comprometidos con el bienestar colectivo que puedan mirar más allá de sus propias narices y sus bolsillos.
Y, como si las aguas que se han de navegar no son ya, de por sí, suficientemente peligrosas y retadoras, mientras nos dirigimos a ellas somos incapaces de poner en valor las instituciones y la convivencia democrática conduciendo, en un arrebato de indignación y furia colectivas, a las más autodestructivas posturas políticas, que más que posiciones y propuestas ideológicas parecen pulsiones de muerte en alguien sin esperanza, cargado de frustración y odio.
Así, ciudadanías cabreadas y descreídas, terminan entregando el poder y la conducción de lo público a élites irresponsables e incompetentes, que con miopía persiguen sus propios y mezquinos intereses, mientras se navega en dirección a un abismo.
Estamos en la peor de las circunstancias: enfrentamos retos mayúsculos, en un momento en que como sociedad somos incapaces de articular acuerdos colectivos realistas y efectivos para resolverlos, destruimos los espacios mínimos para la convivencia democrática y, como si no fuera suficiente, se entrega el timón a navegantes sin experiencia, sin competencias y, más importante quizás, sin la capacidad de liderar desde lo colectivo en tiempos de crisis.