Hace aproximadamente cincuenta años, Carlos José Castro tomó una guitarra fortuitamente.
Junto a sus hermanos, quería formar una banda de rock.
Él tomó el piano, pero otro hermano lo había pedido antes. Él tomó el bajo, pero también estaba ocupado. ¿Qué le quedaba? Tomar la guitarra, sin saber que, tantos años después lo llevaría a hacerse un nombre con huella indeleble.
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Un Grammy Latino, cuatro premios nacionales de cultura, constantes menciones de honor y una carrera marcada por la variedad musical son las cartas de presentación de este músico que, el pasado martes 14 de abril, se hizo con el Premio Nacional de Música Carlos Enrique Vargas a mejor composición, una vez más.
Su vida, construida a punta de pentagramas, continúa dándole validez como uno de los compositores contemporáneos más relevantes.
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Latido musical desde la infancia
“La pasión por la música nace desde muy pequeño”, recuerda Castro en una pequeña cafetería de San Pedro. “Me tocó vivir en un lugar donde la música era muy sofisticada”, agrega.
Castro se refiere a la Inglaterra de los años setenta, cuando el rock progresivo y el punk tomaban a Europa desde los brazos hasta las piernas. Él, siendo un niño de doce años, tuvo una infancia compartida con tres hermanos y dos hermanastros que le sembraron una espina musical.
Los recuerdos de conciertos de Pink Floyd y Genesis no escapan de su cabeza mientras rememora. Imitar lo que veía en los grandes estadios londinenses no era un simple gusto, sino una necesidad para Castro.
“Nosotros nos quedábamos tocando. Recuerdo que el primer día que agarré la guitarra me puse a tocar todo el día. Luego regresamos a Costa Rica y yo quería estar en un lugar donde pudiera seguir con la música, así que le insistí a mi mamá que me dejara entrar en el Castella”, recuerda.
Castro regresó a Costa Rica con 14 años. Su familia se había mudado a Europa por una oportunidad laboral pero era hora de regresar a su país natal. Él entró al Conservatorio Castella para noveno año y encontró el ambiente que esperaba.
“Me tocó estudiar con una generación muy bonita. Estaba Eddy Mora, Mario Ulloa, Jaime Gamboa… hicimos un grupo acústico y tocábamos música como una especie previa de Malpaís y ahí empecé a componer”, dice.
Para ese momento, Castro no conocía únicamente el rock que lo inundó durante Inglaterra, sino boleros, tambitos, salsas, música clásica y compositores plenamente experimentales. Ahora, él asegura que desde allí se gestó su paladar musical tan variado, que incluye a artistas como Mozart, King Crimson, Rubén Blades y Heitor Villa-Lobos.
“Eso me dio pie para entrar a la universidad y estudiar composición. Entré al Centro Interamericano de Estudios Instrumentales, donde había estudiantes desde Guatemala hasta Colombia. Allí me pulieron y para 1983 yo ya estaba en clases con la Sinfónica y no paraba de componer”, asegura el compositor.
Desde ese momento, la música clásica fue la que permeó las partituras de Castro, aunque el hambre por conocer más ritmos lo llevó al estudio de otras disciplinas.
Castro se dedicó a estudiar guiones y libretos sobre escritura dramática. Trabajó con el director Óscar Castillo en Producciones La Zaranda y para el filme En donde duerme el horror. Más recientemente, escribió una ópera basada en la novela de Yolanda Oreamuno llamada La ruta de su evasión, que le valió su cuarto premio nacional de cultura.
“Cuando uno dice ópera, la gente se imagina gordas pegando gritos en un idioma que nadie entiende. Yo lo que hago es ópera latinoamericana, porque me interesa contar historias con nuestra lengua y ritmos propios”, confiesa Castro.
Para él, ese vaivén entre géneros y ritmos es el insumo para mantenerse activo y premiado a sus 55 años.
“Yo creo que hay música buena, música no tan buena y música pésima, sin importar el género. Yo empecé en esto creyendo que el punk lo era todo, pero el mundo va cambiando constantemente… y uno también”, finaliza.