Hubert Sánchez se vigila a sí mismo desde su cuarto de control. Una pantalla cuadriculada con sistemas de circuito cerrado de televisión son su compañía diaria en el costado del Teatro Nacional, donde una pequeña oficina encierra su ecosistema de seguridad.
Este año, Hubert cumplirá 28 años de llenar sus horas en el Teatro Nacional. Como muchos de sus compañeros, él pasa día y noche (literalmente) en el recinto cultural: de día es el encargado de velar por la seguridad del teatro y, de noche, es el administrador de los espectáculos que presenta el recinto.
Su vida en el teatro comenzó cuando tenía diecisiete años y, lo que parecía una mala noticia, se transformó en su futuro.
“Mi papá trabajaba en una panadería que quebró y una de las personas que trabajaba con él tenía funciones aquí en el teatro. Ese compañero le dijo a mi papá que quedaba un puesto vacante y me dieron la oportunidad”, rememora Hubert.
Para aquel momento, no tenía estudios y debía asumir responsabilidades en la ya extinta Galería Enrique Echandi, ubicada en el edificio anexo del teatro.
Allí estuvo trece años hasta que la galería cerró. Pasó a la tienda de souvenir por otros tres años, luego se convirtió en supervisor de seguridad y hace tres años tiene este rol diurno de vigilar a todos los que transitan en el edificio.
Después de su horario usual, cambia su camisa para asumir su otra función. Por ejemplo, el día de la entrevista se preparaba para el concierto del día siguiente en el recinto, uno muy especial porque por primera vez, en más de treinta años, una banda de rock tocaría en el teatro. Se trata de Magpie Jay, una agrupación local que arrastra un público entre los 15 y 30 años, algo que Hubert trata con delicadeza.
“Usualmente nuestro público es de edades mayores, sobre todo con los conciertos de Sinfónica Nacional que son tan recurrentes. Para algo como lo de mañana hay que cuidar que no se brinque ni zapatee porque puede causar un daño. Esta es mi casa, es la casa de todos y debemos cuidarla. Es mi trabajo”, afirma.
En acción
A falta de una hora para que el concierto empiece, Manuel Víquez se encuentra cortando tiquetes en el vestíbulo del teatro.
No suele ser su labor usual, según comenta –su sitio habitual son las lunetas– pero hoy le ha correspondido dar la primera bienvenida al teatro para los visitantes.
Manuel es el funcionario con más años de trabajar en el teatro. Él nació lejos del corazón de la capital, en San Juan de Santa Bárbara de Heredia.
“A papá le salió la oportunidad de venirse a trabajar acá, en limpieza. Yo venía con él los sábados y domingos. Me fue conociendo el administrador y un día me mandó a decir que si no me gustaría venir a trabajar. Papá no es de bromas, pero yo no podía creerlo. Me dijo cuánto iba a ganar y no podía creerlo así que de una vez me vine con 17 años”, recuerda.
Manuel entró a ganar 900 colones por mes en la cafetería del teatro. Su labor era complicada, pues debía comprar las previsiones que necesitaban en el servicio de comidas.
“Costaba un poquillo más porque tenía que traer galletas de Moravia y unos queques de almíbar desde San Pedro. Siempre me tocaba ir en bus y tenía que hacer equilibrio para que las cosas no se me cayeran en el bus o que los bolsos de las señoras tocaran el queque descubierto”, recuerda.
En sus labores diarias, Manuel trabaja como mensajero (antes lo hacía como misceláneo). Entrar al teatro significó su primer contacto con el recinto.
Sus primeros días como funcionario en la institución fueron en 1977 y, en el 79, se convirtió en acomodador. Hoy se ríe al recordar sus primeras intervenciones como acomodador en el tercer piso del teatro, donde el vértigo no le permitía mirar hacia abajo.
“Yo sufría, agarraba el tiquete y no volvía a ver porque sentía que iba a caer en la luneta, pero yo no decía nada para no perder el trabajito. Hoy no hay problema”, dice riendo.
Otra de las acomodadoras de la función de ese día es Irene Arce. En su caso, su primera interacción con el teatro sucedió por la misma vía que Manuel: consiguiendo un empleo.
“Yo pasaba por el teatro y me preguntaba qué sería lo que había allá dentro. Me daba miedo. Ya cuando entré fue algo increíble… Y de ahí se convirtió en mi casa, donde uno se siente muy querido”, asegura.
Para el concierto en ciernes, Irene ha sido colocada en los palcos del segundo piso con el fin de acomodar. En algunas ocasiones, repite su función diurna: ser la encargada de los guardarropas.
Irene este año cumple 27 años de haber conseguido su empleo y, también, de haber conocido las paredes del teatro.
Antes de ingresar a la institución trabajaba como nana en la casa de uno de los administradores del recinto. Uno de sus hijos enfermó con sarampión y, ante la necesidad de un ingreso mayor para salir con los gastos de la casa, la familia a la que trabajaba la ayudó a conseguir el trabajo en el teatro
En ese momento, ella tenía 30 años y la curiosidad de lo que había detrás de los portones del teatro se acabó. Ahora conoce cada rincón de memoria.
“Es mi casa, es mi familia. Tenemos tantos años aquí que yo pienso que es mi casa. Es una joya, algo precioso, incomparable. Aquí he reído, he llorado, de todo ha pasado....”, confiesa.
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En este mismo piso se encuentra Silvia Solano, quien debe sacar ocho brazos en sus funciones de oficina para contener todos los quehaceres de recepción.
Allí trabaja con archivos, como vendedora de los boletos del call-center, también debe revisar los tiquetes del Teatro Vargas Calvo y, en los últimos días, se ha encargado de los abonados de la Orquesta Sinfónica Nacional.
Al comienzo de sus días en el teatro sus labores eran muy distintas. El olor chorreado del café era su acompañante hasta que un día se atrevió a hablar con la directora Graciela Moreno para buscar un puesto administrativo.
“Yo ya estaba mayorcita. Tenía 32, no tenía gran conocimiento, pero le dije aquí estoy. Y bueno, hoy tengo 52 y ya he tenido el conocimiento que tanto quería. Ya voy a cumplir 21 años acá y es como el primer día. Es una experiencia lindísima conocer a tantas personas”, asegura.
Después de tantos años, muchas anécdotas como acomodadora se arremolinan en su mente, pero una destaca sin dudas.
Ella rememora que en una de sus primeras noches en función sintió que alguien la tomó del tobillo en medio de una de las presentaciones del ballet El Cascanueces.
“Estaba en palcos de segundo piso, en la cuarta fila y me tocaron el pie por la parte de atrás. Cuando volví a ver estaba la puerta cerrada”, dice entre risas. Hoy, casualmente, vuelve al segundo piso del teatro, pero sin el mínimo temor.
Desde su puesto, se mira la extensa luneta que se va llenando a pocos cuando faltan veinte minutos para que el recital dé sus primeros acordes.
En el escenario, un luminoso mapping hace reflectar luces sobre los asistentes de las primeras filas y, entre ellos, aparece Tucker Hernández acompañando a dos muchachos en la cuarta fila.
Al igual que sus compañeras, a Tucker le gusta mantener su sonrisa firme. Él cuenta que, una vez que se cambia y pasa las puertas del vestíbulo, recarga las energías que le fueron absorbidas en su trabajo en la oficina de recursos humanos del teatro.
Para él hay dos vertientes claras en su oficio: la del día (“más cotidiana, más rutinaria”) y la de función (“más llevadera, más llenadora”).
“Acá la gente llega, te saluda y te traen un tamalito, un chocolatito. Es una familia muy cercana y lo más bonito de todo es que uno ve cómo la gente viene a aprender y comentan bastante del ballet o concierto que ven. En Teatro al Mediodía (programa especial del recinto) es aún más lindo porque la gente viene con su bolsita de mercado, con los recibos del agua que acaban de pagar… Nos agrada mucho esa relación”, cuenta Tucker.
A Tucker las labores de día y las de función en espectáculo vinieron casi que en combo. Inició en la oficina de Recursos Humanos en el 2000 y a los tres meses de laborar se hizo acomodador del teatro.
“Yo siento que al final ambas cosas están muy relacionadas porque uno durante el día trabaja para que se puedan dar los espectáculos y en la noche uno ve el producto final de todo ese esfuerzo. Por eso uno no se cansa; uno tiene que traer esto en las venas porque a veces estamos de domingo a domingo, mañana, noche, feriados…”.
Esa “vena” que llama no es gratuita. Su padre fue bolerista y su madre trabajó como modista de la Compañía Lirica Nacional. “Mundos diferentes, pero de arte, así que para mí fue fácil masticar este mundo. A uno le llega a gustar todo tipo de expresión y se olvida del cansancio. En enero que hay pocas funciones y uno tiene libres los sábados no sabe qué hacer. Hace falta estar aquí a pesar de estar todo el día”.
Tucker termina de acomodar a los últimos asistentes y se lanza hacia atrás de la luneta. Se encargará de vigilar que el público no pegue flashazos durante el espectáculo, no salte en el teatro (ante la advertencia de Huberth) y estará atento ante cualquier inconveniente.
“Pero yo estoy tranquilo. Esto lo disfruta también uno”, dice, como si gritara un secreto a voces.