La cumbre quedó a una hora de distancia, quizás a un poco más. Son trescientos metros de altura los que separan el mirador desde donde los turistas ven la laguna hasta el destino final, donde los vulcanólogos quedan a la par del celeste puro.
El recorrido es de más de un kilómetro, pero la métrica queda en segundo plano cuando el camino se hace eterno. Hablamos del volcán Poás, y la vía indómita que llega hasta la laguna ácida, cuya profundidad actual se calcula en 10 metros y medio, aunque su fondo es incierto y variable.
La senda hasta acercarse al cráter se ha trazado con sapiencia, más que con palas. Poco a poco, en la cabeza de estos científicos, se han dibujado las gradas naturales de un camino eternamente pedregoso que, al principio, se desdibuja en un acantilado, más tarde atraviesa un pequeño cañón y al final, termina en un terreno llano donde abunda el gas en el aire y se intensifica el aroma a azufre.
El trayecto para principiantes es duro, difícil, sufrido, pero se antoja seguro y familiar para los vulcanólogos de la Red Sismológica Nacional (RSN) de la Universidad de Costa Rica quienes encabezan este viaje que muy pocos fuera de su profesión llegan a hacer en algún momento en su vida.
Ellos, en cada travesía, tienen claro que los riesgos siempre están a la orden del día, especialmente porque la tierra que estudian es impredecible.
A la delantera de la misión va Carlos Ramírez, un hombre espigado que parece conocer de memoria el trayecto y lo recorre sin amilanarse, sin dubitar, casi sin sudar. Le sigue Raúl Mora Amador, que lleva el casco y los guantes puestos desde que dio los primeros pasos.
Vida explosiva
Mora bajó por primera vez al cráter del Poás en 1995, cuando todavía era estudiante de Geología.
Desde entonces, ha ido al menos una vez al mes al mismo sitio, a recabar información que no siempre es la misma. Como él bien dice, los volcanes son “entes vivos”, muy dinámicos e infinitamente cambiantes.
Mora, de 41 años, es investigador de la Escuela Centroamericana de Geología de la Universidad de Costa Rica. Además, dirige el proyecto de vigilancia de los volcanes activos de Costa Rica.
Junto a sus colegas y equipo de trabajo, visita cada volcán activo de manera religiosa. En los últimos tiempos, el Turrialba es el que más los llama, el que mayor atención requiere, por lo que, incluso, ha habido periodos en los que, por dos semanas seguidas, los especialistas hacen visitas a diario.
El Poás se ha portado mejor en los últimos tiempos, pero de ninguna manera se ausenta en los itinerarios de los vulcanólogos. Por su historial, accesibilidad y cercanía a la capital, es un destino predilecto para los estudiosos de aquí y del extranjero.
Fue en ese volcán en el que Mora se enfrentó a la experiencia más escalofriante que hasta ahora haya tenido en su vida.
Cuando Costa Rica se estremeció con el terremoto de Cinchona, en el 2009, él y cinco investigadores más estaban al lado la laguna del cráter, tomando muestras de los gases expulsados desde el domo de la pared norte.
Con el temblor se levantaron olas de agua ácida, el camino de salida se deslizaba y las rocas resbalaban de forma estrepitosa por las faldas del volcán. El casco, la mascarilla y el equipo especial eran su única defensa en un ambiente que se tornaba tétrico.
“Son momentos que se deben valorar y que permiten recordar que la vida humana no tiene precio, y que uno tiene que tener mucho cuidado en esta profesión de riesgo”, explica, al hablar sobre el incidente que les impidió salir del lugar hasta cinco horas después del sismo.
El camino de descenso, que es casi el mismo que de subida, cambió desde que se registraron aquellos movimientos de tierra. Ello obligó a una pausa en las visitas de los especialistas, en las que se hacen mediciones de temperatura de las cámaras térmicas, de las fumarolas y se toman muestras del agua, para luego enviarlas a Bologna y Palermo, donde les hacen muestras químicas.
Campo exclusivo
Sin atreverse a dar un número exacto, Mora calcula que en Costa Rica hay apenas una decena de vulcanólogos. No es de extrañar, si los espacios para laborar en esa área son escasos. Eso sí, es claro al explicar que, como carrera, la vulcanología no existe en ninguna parte del mundo, sino que es una rama de especialización de físicos, biólogos, químicos y –por supuesto– de geólogos.
“Sé que muchos colegas querrían trabajar en volcanes, pero esa posibilidad es muy difícil. Creo que hasta en los parques nacionales debería haber vulcanólogos, así como los hay en Hawai”, asegura.
Lo dice por conocimiento de causa. Gracias a la UCR, este profesional ha viajado a esta isla del Pacífico a ver coladas de lava. También ha conocido lagos cratéricos, de ambientes extremos (al igual que los del Poás y el Rincón de la Vieja) en volcanes como el Copahue (Argentina- Chile), el Goreli, (Kamchatka, Rusia), o Fogo (Cabo Verde).
“Yo no cambio los volcanes de aquí por ningún otro; a pesar de que he visto muchos muy grandes y muy famosos. En el país tenemos los volcanes ‘en el patio de la casa’. Cuando vamos a uno, a un parque nacional, uno se asoma en el hueco y casi siempre ve un lago. Para uno eso es normal, pero eso no es tan común en el mundo, pues solo existen 28”, explica.
Aquí, en un país orgullosamente volcánico, Mora se ha convertido en uno de los voceros de los colosos, apareciendo en los medios cuando la actividad de algún cráter se pone intensa. Esto pareciera raro para alguien a quien sus amigos consideran un poco arisco y amargado.
Sin embargo, la tarea no le ha resultado ajena, y más bien acepta que la responsabilidad eterna de un profesional en su materia es dar la información completa cuando se le consulta.
“Nos debemos al pueblo y por eso damos un dictamen médico de cómo está el volcán. Podemos proyectar escenarios a corto, mediano o largo plazo pero no nos dedicamos a predecir erupciones. La naturaleza es impredecible”, comenta.
El vulcanólogo que desde joven coleccionaba rocas y que nunca dudó en enrolarse en la universidad como geólogo, tiene claro que su trabajo y el de sus compañeros tendrá todavía más significado en el futuro, cuando los datos que hayan recolectado en cada visita a cada volcán se grafiquen y hablen por sí solos.
Describirán una ventana de tiempo que se observará pequeña tomando en cuenta la larga vida del coloso, pero habrán marcado el inicio de una recolección de datos.
En el recorrido al volcán, junto a su inseparable compañero Carlos, Raúl llega hasta la orilla de la laguna y se agacha para tomar muestras del celeste profundo, mientras carga dos walkie talkies por si tuviera que reportar alguna emergencia.
Aunque parte de su trabajo ocurra a centímetros de un punto de riesgos inesperados, más tarde asevera algo que nunca pierde de perspectiva: quiere pensionarse viendo volcanes y no dentro de uno de ellos.