No importó el recuerdo de pequeño, cuando había dibujado un hombre con sotana negra y cuello blanco después de que su maestra le preguntara qué quería ser “cuando fuera grande”. Ernesto no estaba seguro de qué significaba su dibujo, mucho menos la extraña sonrisa que le esbozó su profesora.
Lo que le preocupaba, tantos años después, era la reacción de su padre y madre. Recién había renunciado a su trabajo como financista y debía dar justificaciones.
¿Cómo explicarles que su vida ahora cambiaría? Que sus años de conciertos de ska estarían más lejanos, que sus rituales de fin de semana con amigos y familia serían distintos, que se iría a vivir en un internado con un puñado de desconocidos…
Ernesto tiene 24 años, el cabello corto y los ojos claros. Habla con la parsimonia que tendría un cura en un púlpito, a pesar de que le resta la mitad de su carrera para ordenarse como sacerdote.
Sus recuerdos quedan grabados en una de las salas de esparcimiento del Seminario Nacional Nuestra Señora de los Ángeles, el centro de formación sacerdotal diocesano en Costa Rica.
El Seminario, como se le conoce popularmente, es un amplio centro de estudios que exhala un aire de retiro espiritual. Un jardín en forma de circunvalación es el corazón de una suerte de universidad que cuenta con residencias para sus alumnos.
Poco más de 120 hombres recorren estas aulas, de domingo a viernes, con el anhelo de ordenarse como sacerdotes. No son tiempos sencillos, sobre todo tras un año de fuertes acusaciones contra la Iglesia Católica.
En marzo pasado, los obispos y el rector del Seminario expresaron a la prensa su defensa sobre la formación de futuros sacerdotes tras las denuncias de abuso por parte de figuras del clero contra menores de edad. A comienzos del año, un seminarista fue expulsado de la diócesis de Tilarán acusado de violación múltiple; en agosto pasado, finalmente fue detenido el cura Mauricio Víquez tras meses de búsqueda a causa de acusaciones de pederastia.
Ernesto recuerda que los días en que se destaparon estos casos, el ambiente fue triste. “Uno se despertó apagado, porque la gente podía pensar que todos somos así”, recuerda.
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En esta sala de recreo, Ernesto habla entre un futbolín, una cafetera y una sala. Más allá de la anécdota sobre el dibujo, el sacerdocio nunca fue un pensamiento que gravitó en su mente. No asistía regularmente a misa cuando era puberto, pues sus intereses se reducían a los conciertos de ska y rock. Los rezos y las horas santas no tenían el mínimo espacio en su calendario semanal.
Su distanciamiento con Dios se agigantó ante el divorcio de su padre y madre. Las dudas agitaron su cabeza y la tristeza fue tanta que dejó ir la idea de convertirse en informático. Por una especie de ruleta temática, cayó a estudiar Banca y Finanzas en el Colegio Técnico de Acosta, su pueblo natal.
Allí se hizo de una inocente banda de amigos conformada únicamente por diez estudiantes de finanzas. Inexorablemente, ese micromundo los convirtió en íntimos amigos.
Entre las figuras de esa inesperada pandilla de compinches hubo una que impactó la vida de Ernesto, un muchacho que soñaba en convertirse en sacerdote. En broma, todos le decían “padre”.
“Era muy particular. Recuerdo que estábamos en la clase y cuando eran las tres de la tarde le pedía al profesor cinco minutos para rezar la coronilla. Todos parábamos lo que hacíamos y rezábamos con él”.
Padre se hizo amigo de Ernesto y supo de la atormentada adolescencia que sufría su nuevo compinche. Pensó que en la de menos podría encontrar un refugio en la iglesia, así que lo llevó a horas santas, misas y aprendieron a rezar juntos.
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Su cercanía con el cristianismo creció y, para su último año de secundaria, Ernesto tuvo sueños extraños.
“Me pasaba casi todas las noches. Yo soñaba que Padre me decía que lo acompañara al Seminario. Yo me resistía, él insistía y al final, cuando yo alistaba mi maleta para irme, me despertaba”.
Aún así, Ernesto se resistía a la premonición. Siguió hablando con Padre, pero logró conseguir trabajo en una cooperativa de ahorro y préstamos. No eran malos días, recuerda. Tenía un ingreso de dinero que apreciaba y no sufría de la rutina.
Uno de tantos días, Ernesto salió al parque ubicado fuera de la cooperativa y, como era costumbre, alimentó a algunas de las palomas que rodeaban el edificio. De repente, un señor desconocido se le acercó para decirle: “¿usted no ha pensado en convertirse en cura?”.
“Fue una extraña señal porque llegó de la nada”, rememora Ernesto, “pero parecía que esta persona me ponía en contacto con el destino".
Ernesto decidió renunciar a su puesto en la cooperativa y comenzó el proceso de admisión para ingresar al Seminario, pero antes debía dar el primer paso: hablar con la familia.
“No era sencillo porque, tras la separación de mis papás, la situación económica era inestable. Mi mamá sufrió, le dolió que le dijera que quería ser padre. A ella le ha costado mucho comprender que ‘Dios provee’, pero lo ha ido entendiendo. Ella al menos siempre asistía a misa y así… Con mi papá fue más difícil. No lo aceptó. Fue hasta un retiro en que me envió una carta deseándome lo mejor y fue un alivio y esperanza para mí”.
Con los amigos la historia tampoco fue la mejor. Se trató de algo sorpresivo para todos puesto que Ernesto primero era sinónimo de conciertos antes que de misas.
“Me decían que yo no iba a durar en el Seminario. Que yo era muy inestable. Me sentí muy herido. ‘Yo no confío ni en mí mismo’, fue lo que alcancé a decirme”.
Ernesto le contó todo lo sucedido a Padre y comenzaron el proceso vocacional. Para sorpresa de ambos, el Seminario solo admitió a uno de los dos.
“¡No podía creerlo! Padre era el que parecía destinado a esto; no yo. Pero aquí estaba. Cambiaba la perspectiva de todo, de mi vida”.
Ernesto está acabando su cuarto de ocho años de estudios en el Seminario Nacional. Disfruta el internado, la vida con sus nuevos amigos, las giras a comunidades y el tiempo en parroquias. La transición no le resultó complicada por siempre haber sido “alguien independiente, sin mamitis”, pero este año se sintió lastimado ante las acusaciones sobre abusos que escandalizaron al país.
“Esos fueron días tristes porque nosotros decíamos: ¿ahora que está pasando con nosotros? Nuestros amigos decían que todos los curas eran así, pero yo les decía que yo estoy formándome para ser sacerdote. ‘Un amigo tuyo va a ser sacerdote y estás diciendo que todos somos así’, les tuve que decir. Me estaban hiriendo. No todos somos así”.
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Ahora asegura que esas discusiones puede asumirlas con más fortaleza. De igual manera, si temas polémicos como el aborto o el matrimonio igualitario aparecen en una conversación de café, no sufre.
“Yo lo que quiero es hablar, no imponer mi postura. No se trata de lavar cerebros”, dice.
“Me importa mi formación. Ahora veo a amigos de aquella época de finanzas y son profesionales en su carrera. Algunos hasta tienen dos títulos y yo aquí todavía sin nada. Sin nada entre comillas, eso sí”.
Testimonios entre pasillos
En esta misma sala, el profesor Bernal Martínez toma café con absoluta tranquilidad a pesar del escandaloso volumen del televisor que proyecta un capítulo de la serie animada Bob Esponja.
Un caos casi adolescente, rellenado en su banda sonora por los pelotazos de un futbolín y una mesa de ping-pong, no inmuta al veterano maestro, quien disfruta de su taza de café con una calma envidiable en medio del receso de lecciones.
Los martes y jueves son los días que don Bernal pasa ratos en medio del frenesí de futuros sacerdotes que ríen y juegan. “Yo los entiendo”, dice el profesor entre risas. “Yo también fui joven”.
Bernal Martínez es un profesor de teología y filosofía nacido en Pacayas, Cartago, “la tierra que da muchos seminaristas” y es uno de los maestros laicos del Seminario. Hace dos años, cuando se jubiló como profesor de educación musical y religión en secundaria y universidad, el centro de formación sacerdotal se puso en contacto para ofrecerle un puesto regular.
“Y yo acepté de inmediato porque el Seminario no es un lugar ajeno para mí”, cuenta.
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Entre 1982 y 1985, don Bernal fue uno de tantos seminaristas. Conformó una clase en la que compartió con importantes figuras del clero actual: el obispo de Limón, el obispo de Ciudad Quesada, el Obispo de Tilarán, el párroco de Desamparados…
“La pasábamos muy bien. Yo solo tengo buenos recuerdos. Contrario a lo que algunos pueden pensar, no fue por traumas que yo decidí retirarme. Mi misión era otra”.
El profesor cuenta que retirarse del Seminario no fue una decisión sencilla pero que, una vez tomada, supo que hacía lo correcto. Sintió que “su misión era otra”, que era llamado a ser profesor, a tener una esposa y ser padre de familia.
“Yo fui obediente a mi llamado y por eso yo les digo a los muchachos que hay que tener tanta valentía en decir que sí como para decir que no”, asegura. “Yo puedo ser muy franco con los estudiantes, son buenos muchachos. A veces me preguntan que si yo me ordenaría si en algún momento se pudiera ser sacerdote y tener una familia, y yo les digo con honestidad que no, que ser clérigo no es para mí. Uno puede conversar estas cuestiones sin filtros”.
Don Bernal finaliza la conversación y al poco tiempo suena la campana, una que en nada se diferencia de la sirena de cualquier colegio. Los seminaristas de inmediato abandonan la sala de recreo y, buena parte de ellos, ingresa al aula de al lado que está a punto de comenzar la lección sobre griego.
Aprendiendo
Esta semana es crucial porque los cursos lectivos de este año están próximos a su fin. La semana que sigue arrancan los exámenes finales y el tiempo no se puede perder.
En la entrada del pabellón color crema que contiene todas las aulas, un gran pizarrón deja ver las lecciones. Además de griego, un cuadro de Excel deja ver las clases de latín y español que reciben los seminaristas.
Entre la malla curricular de los bloques de filosofía, se leen cursos de Fenomenología de la Religión, Sociología, Psicología, Pensamiento de Santo Tomás II, Introducción a la Sagrada Escritura… En teología se ven cursos como Cartas de San Pablo I, Misterios de Dios revelados, Moral de la Persona, Antiguo Testamento II, Santificación del Templo, Metodología de la Catequesis y Derecho Sacramental.
Al lado, otro de los afiches indica los precios de cada curso: el primer nivel de filosofía cuesta ¢121.000. De hecho, el promedio de costos de cada nivel de filosofía y teología ronda los 100 mil colones.
En este pasillo, un pequeño grupo de seminaristas bromea con uno de los siete sacerdotes que residen en el centro de formación. “Padre, pero usted está joven. Debería ir a jugar fútbol con nosotros”. El padre suelta unas risas y sacude su periódico en el aire en señal de evasión.
Afuera de este gran pabellón, existen largos espacios verdes de recreación. En uno de estos campos, hay una cancha de fútbol, un gimnasio deportivo y un gimnasio para hacer máquinas. Incluso la semana anterior los seminaristas realizaron una pequeña triangular de partidos de fútbol.
En este camino que cruza lo deportivo con lo académico el guía es Erick Rojas, de 32 años y quien lleva cuatro años en el Seminario. Erick es el encargado de atender a medios de comunicación desde hace casi dos años, después de haber sido elegido para estas labores gracias a sus estudios previos en publicidad.
“Al parecer soy de los pocos que estudió algo relacionado a comunicación y pues bueno… Supongo que por esa afinidad siempre estoy con los medios”, dice entre risas.
Erick cuenta cómo se realiza la formación de un sacerdote. Primero en las diócesis respectivas, cada interesado en convertirse en padre debe realizar encuentros vocacionales. Acto seguido, pueden postularse para ingresar a un centro de formación ubicado en La Garita de Alajuela, que sirve como transición antes de llegar al Seminario Nacional. Este proceso dura un año y es una suerte de inducción conocida como Camino al discipulado. El horario a partir de esa fase es desde domingo en la noche hasta viernes al mediodía, y los seminaristas son evaluados cada fin de curso para aprobar su continuidad. Lo único que se requiere para ser admitido en este nivel es ser mayor de edad, soltero y tener el bachillerato completo.
La segunda etapa, en la que los interesados se internan en el Seminario Nacional en Paso Ancho de San José, es conocida como Formando discípulos misioneros de Cristo. “Es como un itinerario espiritual para ir distinguiendo la vocación”, explica Erick. Esta fase dura tres años.
La última etapa, que consta de cuatro años, se llama Formando pastores, y se concentra en desarrollar a los seminaristas más consolidados. Es un abordaje más teológico, pues la etapa anterior se concentra en gran parte en filosofía. De hecho, una vez ordenados, los seminaristas acaban con un doble bachillerato: el de filosofía y el de teología.
Erick dice que la carga académica en el centro es “brava”. Las estudiadas hasta horas de la mañana han sido inevitables para lograr su alto rendimiento. “Además hay que estar abierto a aprender de todos los filósofos, desde el más religioso como Unamuno, hasta el más ateo como Nietzche”.
Cuenta que desde el principio el peso de los estudios fue así, cuando debía compartir con cinco compañeros su habitación en el centro de formación en La Garita.
En el Seminario los cuartos son individuales, pero en Alajuela debían distribuirse las habitaciones por rangos de edad. A Erick lo conmocionó darse cuenta de que era uno de los más “viejos” al entrar con 28 años e incluso su cuarto se ganó la reputación de “la habitación de los Pedros”, en referencia a que Pedro fue el discípulo de Jesús más longevo.
“Pero no me importó. Yo sabía que mi misión era esta”, cuenta.
Él es un tipo relajado. Dice “jale”, “chiva”, “varas”, molesta a otros seminaristas por los resultados de sus equipos favoritos de fútbol e incluso cuenta que, para sus próximas vacaciones, ayudará a “su tata” en el negocio de la familia.
Cuando pasamos por el comedor, Erick se queda mirando una pared que contiene los retratos de todos los sumos pontífices existentes. Mira las fotografías como si nunca antes las hubiera visto. De igual manera, se reclina con especial devoción cuando pasa cerca de alguna de las capillas del Seminario.
Erick conduce el camino hasta la entrada del seminario, donde el padre Manuel Chavarría espera un taxi para regresar a su casa.
Este cura es uno de los profesores externos de teología pero, a partir del próximo enero, se integrará como maestro “de planta” del Seminario, lo que implica su regreso permanente a este centro en el que se formó hace 18 años.
Su ingreso no fue algo que vio venir desde pequeño, de hecho, ejerció varios “buenos” años la abogacía, donde, asegura, la pasó bien. “No fui infeliz”, reafirma. Simplemente dice que en esos tiempos se estaba resistiendo a su llamado.
“Y siento que ser abogado no es algo ajeno al sacerdocio. El Derecho es una reflexión sobre quién es el hombre y cómo debe comportarse. El sacerdote también se hace esas mismas preguntas”, analiza.
A partir de enero, el presbítero vivirá acá y tendrá un contacto mucho más cercano con los seminaristas. Asegura que este par de años entre los pasillos del Seminario le han dado la impresión de que ahora existe más “serenidad”.
“Es necesario ser sereno. El mundo pide un nuevo tipo de sacerdotes y he tenido la oportunidad de predicar retiros y he sentido la disposición de los seminaristas. Hay un mayor énfasis en lo espiritual; hay que tener consciencia de lo que significa ser cristiano en esta época”.
En lo académico, el sacerdote siente que la carga no ha cambiado. Cuenta que siempre que conversa con otros curas sobre sus épocas en el Seminario, todos coinciden en que hay mucho por estudiar. “Los primeros años fueron los más lentos para mí”, recuerda, “porque se sabe que quedan muchos años por delante. No es sencillo”.
Futuro
“Es difícil lograr todo lo que exige este lugar, pero se puede”, dice Ricardo Cerdas, uno de los seminaristas de mayor edad. Tiene 34 años, lleva una camiseta polo que en una hora se cambiará por una de la selección de fútbol de Costa Rica, y le encanta aprovechar su tiempo libre viendo La Casa de Papel y House of Cards.
Los horarios de ocio son un alivio en sus hábitos, aunque no puede ocultar su fascinación por pasar largos ratos la biblioteca del Seminario, un gran recinto al que se accede a través de unas escaleras que son acompañadas por los rostros de todos los arzobispos que ha tenido Costa Rica.
Su fascinación con la biblioteca deriva desde la propia visión de su vida pues, para él, la vida de un seminarista es digna de un libro. Es más: da para una de esas series de Netflix que tanto le gustan.
Ricardo no sintió un llamado puntual para ubicar su presente en el Seminario Nacional. Creció siendo el menor de tres hijos en una familia no demasiado religiosa. Hoy sus hermanos están casados y tienen hijos, "y yo aquí en el seminario, a falta de un año para terminar, después de que la vida diera muchas vueltas”.
Lo más cercano a un punto de contacto con Dios en su infancia fueron las transmisiones del rosario en Radio Rumbo, en una capilla cercana a su casa. Después, entró al colegio y el sacerdocio ni siquiera fue una opción, pues su mente se concentraba en estudiar historia y leyes.
Ricardo ingresó a la Universidad de Costa Rica hace quince años, tuvo un largo noviazgo en aquel tiempo, se mudó de la facultad de historia a la de derecho, consiguió amigos cercanos y veía venir un futuro exitoso financieramente, pues trabajos bien remunerados se asomaban una vez saliera de la escuela de leyes.
“Y así fue para mis compañeros de generación. Estos amigos son exitosos, son jueces en la corte, otros tienen buenos puestos en el Ministerio de Economía o en la empresa privada. El caso atípico de todos ellos fui yo y es algo que les cuesta mucho entender: ¿qué fue lo que pasó conmigo?, se preguntan”.
Para aquel momento, Ricardo tenía entre sus amigos frecuentes algunos sacerdotes. Era una señal que hubiese podido disminuir la sorpresa pero, al momento de confesar en casa que deseaba cambiar la hoja de ruta de su vida, el impacto fue inevitable. Hace seis años debió sentarse con su familia para decirles que dejaría atrás la posibilidad de una maestría y el chance de conseguir un trabajo bien pagado.
“Mis hermanos y mi papá me apoyaron de inmediato, pero con mi mamá es más difícil. Mi mamá es mi mamá y ella me ama y entiende, pero siempre me dice 'bueno, aquí esta su casa usted sabe’, como diciendo ‘cuando quiera venirse, vuelva’”, dice Ricardo con una leve sonrisa.
Con la mente cargada de mucha información por procesar, Ricardo ingresó al centro de formación ubicado en La Garita para su primer año como seminarista. Allí se topó con 50 compañeros de los cuales ahora solo quedan diez, a falta de un año para ordenarse.
Esta es una cifra no tan lejana a la norma del último lustro: en el 2015 se ordenaron 13 curas; en el 2016 fueron 12, al año siguiente 11, en el 2016 fueron 16 y este año se proyectan ocho nuevos sacerdotes.
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Poco a poco algunos de los seminaristas fueron saliendo del centro, entre ellos el propio Ricardo. Tras su primer año en el Seminario Nacional, los sacerdotes le solicitaron salir por “problemas de docilidad”.
“Siempre me ha costado la obediencia, pero lógicamente no esperaba que me pidieran salir. Fue una conversación amigable que tuvimos, y me dijeron que saliera, reflexionara y si tenía la inquietud sacerdotal pues que volviera a conversar. Obviamente uno en ese momento se pregunta: ¿por qué no se me dio una oportunidad?”.
Ricardo tomó sus maletas y se fue dos años a Guatemala para pensar si ser religioso era lo suyo. Conoció una orden de frailes dominicos y cuenta que la mitad de su corazón quedó allá.
“Es difícil porque lo que topé fue algo terrible. Crimen organizado, violencia, homicidio a diario, pobreza en su máxima expresión... Pero las historias que conocí, de personas que buscaban la fe, hicieron que no me sintiera solo, porque me confirmó que todos estamos buscando un camino, un futuro”.
Ahora dice que sí, que encontró su camino en el Seminario. Ya su vida es otra y casi parece irreversible: visita a su familia dos horas cada domingo, a sus amigos casi no los ve por su agenda propia así como por las obligaciones que tienen sus compinches con hijos y esposas... “Es extrañísimo para mis compañeros de la U debido a que muchos no comprenden por qué tomé la decisión. A veces hago una publicación en Instagram o Facebook y me comentan que para qué estoy haciendo esto...”, dice Ricardo con la voz tranquila.
“Pero yo sé en lo que estamos. Ahora hay que cambiar. Ya no vivimos en una sociedad que aguante un sacerdote que crea que tiene el poder absoluto sobre todo. Aquí, en el Seminario, estoy procurando encontrar cuál es mi rumbo en la vida”.