Cuando conocí a Mariana Row, ella iba en misión a colocar vacunas pediátricas en el área fronteriza de Sarapiquí, en poblados envueltos entre el río que le da nombre al cantón y el San Juan. Llovía fuertemente, pero no le arrugó la cara al aguacero y avanzó en medio del lastre para llegar a los niños.
A Géiner Aguilar lo conocí tres días después. Lo encontré en una parada de bus en Las Vueltas de La Cruz, en Guanacaste, a unos 15 minutos de la frontera con Peñas Blancas. No, no estaba a la espera de tomar un autobús, sino vacunando a quienes llegaban: vecinos, taxistas piratas, transportistas. Se ubicó en un lugar estratégico para captar a quienes venían de la comunidad o a quienes tenían como origen o destino la frontera.
Con poblaciones muy diferentes, pero con varios rasgos en común, estas dos personas se encargan de llevar la vacuna contra la covid-19 en territorios limítrofes donde la propia frontera no existe para quienes la cruzan a diario.
Ella, con el San Juan a sus pies, él, con los terrenos montañosos cercanos al principal puesto fronterizo. Ambos, con los retos de atender a una población que por sus características se mueve constantemente de un país a otro y por su situación laboral no siempre puede estar en el mismo sitio.
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“Para mí es común poner segundas dosis a gente que se puso la primera en San José, o al revés. Van para San José y allá reciben la segunda cuando les corresponde”, aseguró Aguilar, quien agradece que las personas puedan vacunarse en cualquier lugar sin importar dónde vivan, trabajen o estén adscritas, algo que al inicio de la campaña no era posible.
Row se encuentra poco con ese escenario. Las poblaciones que visita son dispersas, alejadas y tienen muchas dificultades para salir del lugar donde viven. Los servicios de salud quedan tan lejos que ella debe movilizarse con las vacunas en las fechas precisas para que se cumplan los esquemas de vacunación.
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Por los terrenos de Sarapiquí
Mariana Row no es oriunda de Sarapiquí, pero los últimos cuatro años de trabajo en la zona la han hecho sentirse como una más de cada pueblo. Ella es originaria de Turrialba, allí nació, estudió, se casó y tuvo a sus tres hijos.
La vocación por ser asistente técnica de atención en promoción de salud (ATAPS) vino después. “Yo estudié ya de vieja”, comenta esta madre de dos hijas de 13 y 11 años y un hijo de 7.
En su natal Turrialba fue secretaria en la zona indígena y así fue como supo de la existencia de este servicio. Y pensó que algún día lo estudiaría. Con sus hijos ya más grandes, tuvo el tiempo y el dinero para hacerlo.
Ella no conocía mucho de Sarapiquí cuando la oportunidad del puesto salió hace cuatro años. Su esposo tenía un terreno en este cantón herediano y, justo cuando pensó en regresar, a Mariana le salió la oportunidad de laborar en las cercanías del San Juan. Los primeros meses estuvo ahí sola, mientras su esposo lograba acomodar el cambio de trabajo y sus hijos terminaban el curso lectivo. A los pocos meses ya estaban todos juntos.
Cuando la contrataron le dijeron que, por las características de la zona, debía tener licencia para conducir motocicleta. Le dieron tiempo para hacerlo. Confiesa que duró cerca de un año en obtenerla.
“Los choferes me dejaban en los lugares y todo lo caminaba a pie. Me decían ‘la llevo a una entrada y de ahí se devuelve’. Pero así es como conocí todo mi sector. Ahora que veo todo el terreno me impacto de lo que caminé”, recordó.
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La pandemia le cambió las perspectivas en muchas cosas. Llevaba dos años de trabajo y se sentía ya acomodada en el puesto, pero luego las reglas del juego cambiaron.
“Fue resetear y comenzar a ver la información que iba llegando. A veces un montón de un solo, a veces, a cuentagotas, pero sí fue un cambio total”, recordó.
Por un lado estaba la demanda de una campaña de vacunación como la que nunca ha tenido Costa Rica. Esto la obligaba también a ser más meticulosa, en terrenos donde no tiene acceso a Internet o telefonía celular, y por ello debe esperar a estar de regreso en la clínica de Puerto Viejo para incluir los datos de las vacunas aplicadas en el sistema.
“El desgaste físico y emocional de los primeros meses de vacunación fue alto. Yo me dormía visualizando mentalmente las casas, para recordar quién vivía en cada casa y por dónde ya había pasado y ya no. ¿Cómo abro yo un frasco y me aseguro de que, en poblaciones tan dispersas, pueda poner seis dosis en seis horas para no desperdiciar?”, añadió.
Ese martes que la conocí terminó su jornada con ocho dosis pendientes de vacuna. Ella y su compañero Fanier Sandoval fueron entonces a los barrios que quedaban en el camino de regreso para encontrar a quién colocar cada vacuna. En casas, esquinas de los barrios y hasta en una soda los abordaron.
Pero los primeros meses no fueron así. Con la vacuna llegaron muchísimas dudas de los usuarios. Ella entonces le dio su número de teléfono a todos para que pudieran contactarla si tenían algún temor o pregunta.
Las interrogantes fueron muchas. Especialmente con la vacuna de AstraZeneca. Este biológico les presentaba una mayor facilidad para su aplicación, pues si un frasco se abre puede resistir más tiempo en refrigeración. Sin embargo, las personas temían más sus efectos secundarios.
La mayoría de las personas en la zona que han rechazado vacunarse ha tenido que ver con las congregaciones de algunas iglesias, pero poco a poco se ha inoculado.
“Una persona se levantó la manga una vez y me dijo ‘si el gobierno me quiere matar, que me mate’. Ese comentario no me lo esperaba”, aseguró Mariana.
Sin embargo, aseguró que no se arrepiente por un momento de haber escogido este oficio y todos los días se levanta con ilusión para realizarlo.
“No hay un día que uno no aprenda algo. Hay que actualizarse, leer mucho, aprender mucho. También se aprende montones de la gente, del compromiso que tiene con su salud”, manifestó.
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Cerca de la frontera
Géiner Aguilar no enfrenta en su trabajo diario las mismas complicaciones de Mariana. Cuando lo encontramos no tenía problemas de Internet. En aquella parada de bus de Las Vueltas de La Cruz estaba armado con una tableta con buena conexión a la red, en la que iba anotando cada vacuna que inyectaba para que quedaran registradas en el expediente.
Sin embargo, los retos son otros. Mientras vacunaba en la parada de bus recibió una llamada telefónica. La madre de un adulto con parálisis cerebral le contaba que ese día le correspondía la segunda dosis a ambos. Géiner acomodó sus implementos de trabajo, se despidió y acudió donde vivían la mujer y su hijo, una casa que albergaba una pulpería en Peñas Blancas, a un par de kilómetros del puesto fronterizo.
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“A este tipo de personas se les llega al hogar porque sus condiciones son más difíciles, también hay condiciones en las que para ellos se tendría que gastar para transportarse al ebáis o a la clínica y eso puede ser una barrera. Entonces mejor se las llevamos a la casa y que se ahorren ese dinerito”, dijo.
En esa ocasión, la casa y pulpería se transformó en un centro de vacunación. Los vecinos que ya habían cumplido su fecha para un refuerzo iban llegando poco a poco a formarse en fila.
“Cuando salimos del ebáis ya hemos hablado con unos vecinos de territorios fronterizos. Ellos saben el día, la hora y el lugar donde estaremos. Aquí captamos muchas personas de zonas rurales, que se dirigen a Nicaragua o acaban de llegar a Costa Rica”, señaló este padre de dos hijos.
En esta ocasión también sucedió algo común: si no hay campaña programada pero los vecinos se enteran que hay vacunación extraordinaria, aprovechan para buscar su dosis.
Aquel viernes la disponibilidad se acabó en cuestión de minutos. Géiner se había quedado sin un solo producto. Debía regresar a la clínica, ubicada en el centro de La Cruz, a consultar si se ofrecían sus servicios allí cerca o si debía regresar a tierras cercanas a la frontera.