Eduardo Li agradeció a su familia y verdaderos amigos al salir de la cárcel. Me imagino que, a los segundos, los puede contar con no más de tres dedos.
Porque nadie como él recibió halagos, palmoteos, invitaciones de amistad y todos los reflectores que da la fama. Sobre todo la que deviene del fútbol. En esa carrera entre flashes y aplausos estaba por tocar el cielo: las puertas de FIFA lo esperaban, abiertas de par en par, en aquel mayo del 2015 que no olvidará.
A la sorpresa de los demás, siguió la negación. Un “no” en dos sentidos: El amigo ya no es o nunca fue, y “yo no lo sabía”. El daño al fútbol causado por “El Chino” sirvió de marco perfecto para negarlo, una, dos y tres veces. Pero también para negar responsabilidades que nadie quiso asumir.
El ídolo de barro cayó, atrapado por un entorno futbolero continental donde la coima, el soborno y el fraude detrás del balón, lo inventaron y lo enseñaron los viejos dirigentes. En ese habitad de corrupción en que se convirtió la FIFA, en este lado del planeta con más énfasis, no es extraño que sucumbieran nuevos directivos, como en cascada.
Tal vez nunca sabremos la magnitud del daño, ni tampoco que tanto tiempo pasó desde que Costa Rica se dejó vencer por la tentación de morder esa tajada de un queque sin dueño, elaborado con el dinero de los aficionados. Lo que si conocemos es que las empresas de mercadeo televisivo habían comprado desde hace décadas la conciencia de los máximos dirigentes de Conmebol y Concacaf.
Algún día, tal vez, sepamos si Eduardo Li fue el primer tico en caer en esa trampa de la codicia. Y si es el único. Como aficionado, me habría encantado que la Federación hubiese ordenado una auditoria de sus cuentas de forma inmediata al arresto, que le quitara el velo del secretismo a todos sus contratos y que la fiscalía interna hubiese revolcado cada rincón, cada papel, para intentar al menos desterrar las dudas.
Poco o nada hará la Fiscalía General de la República. El Gobierno aportó mucho dinero para el Mundial sub 17 femenino, pero el desorden con que se manejó y la misma apatía gubernamental (que le dio el visto bueno a todo sin ninguna rigurosidad), no auguran un desenlace con responsables sentados en la sala de juicios.
Doña Emilia Navas tampoco está para cuidarle los cincos a una institución privada, cuya madre (Concacaf) y su abuela (doña FIFA), administran históricamente un enorme botín, sin dueño, alimentado por la televisión, los patrocinios y los aficionados.
El pedido de perdón de Eduardo Li, más que un gesto de reconciliación con el país, debe asumirse como la verdadera lección para quienes siguen dirigiendo. La Federación no es una piñata, un centro de negocios para los amigos, una fuente de trabajo para los allegados, ni un escaparate para los aplausos o para ascender en la escala social, económica o política.