LeBron James tenía 16 años y ya era el foco del baloncesto. Le empezaron a llamar King y le prometieron la gloria.
Antes de los 18, Nike lo firmó por $90 millones, los lujos abundaron y las limitaciones quedaron atrás. LeBron se preparaba para una vida de luminaria.
En el 2003, los Cavaliers de Cleveland se dejaron la ficha del joven que prometía no un título, si no una dinastía.
James no pensaba en medirse con las estrellas del momento. Lo suyo eran palabras mayores: superar a Michael Jordan como el mejor de todos los tiempos.
En el 2007, de 22 años de edad, llegó a su primera final con un equipo que carecía del talento para dar pelea, pero LeBron no conocía la humildad y se declaraba capaz de ganar el título.
Todos siempre dicen que las finales son mundo aparte. James no escuchó y se dio cuenta, muy tarde. Su cara frustrada decía “¿por qué”, “¿por qué me niegan mi título?”.
Los Spurs dieron su primera gran lección a James. En el definitivo cuarto juego de la final, mientras los Cavs caían con su mejor nivel, el Rey inició a pensar que no podría reinar desde Cleveland.
Llegó la final prometida y el rival parecía asequible: los veteranos Mavericks de Dallas.
Error. La lección de humildad fue inconmensurable, los Mavs fueron superiores en todo y en James volvió la frustración y el liderazgo malentendido.
LeBron se serenó, se comprometió con la madre de sus dos hijos, Savannah Brinson. Empezó a hablar más de ser mejor y menos de ganar más de los seis títulos que conquistó Jordan.
Se concentró en apoyar a sus muchachos, quienes se acomodaron mejor a su nuevo entender de un verdadero liderazgo.
Todos esos elementos se conjuntaron para tener más, más equipo, más nivel, más posibilidades de campeonizar. Y así lo hicieron, ante el Thunder.
Aún no existe dinastía ni tintes para comparar a este Rey con la enorme majestuosidad de Jordan. Quizá nunca lo existan, pero LeBron ya no se compara con Jordan, ahora solo se compara con el LeBron del pasado.