El 30 de setiembre nos mandaron callar a todos. Una orden judicial prohibió al Ministerio de Justicia y Paz y a terceros toda opinión con respecto al sistema penitenciario nacional. A simple vista, una rotunda violación al derecho constitucional a la libertad de expresión, el acceso a la información pública y la rendición de cuentas.
Ninguna de las gestiones contra esa orden arbitraria tuvo efecto. De las dos solicitudes de aclaración presentadas, sigue sin conocerse el fundamento jurídico que la respalda, acto a todas luces fuera de lugar en un Estado de derecho.
LEA MÁS: La censura no resuelve el hacinamiento en las cárceles
El recurso de apelación interpuesto, sorpresivamente, fue resuelto por la misma jueza que dictó la orden, quien lo declaró inadmisible, a pesar de que se solicitó explícitamente que fuera conocido por un tribunal superior, principio básico en un Estado respetuoso del debido proceso y del derecho a una doble instancia.
El rechazo se justificó aduciendo que la jurisdicción de ejecución de la pena, a la hora de dictar medidas correctivas de manera general, no tiene un superior jurisdiccional que pueda conocer apelaciones sobre sus decisiones, es decir, los jueces de ejecución de la pena tienen tales potestades y concentración de poder que no poseen un superior que revise si sus resoluciones están ajustadas a derecho, equiparándose, por ejemplo, a las potestades de la Sala Constitucional, contra cuyas resoluciones no procede fase recursiva alguna.
Tres recursos de amparo fueron rechazados de plano, sustentados en que las actuaciones jurisdiccionales no son recurribles, en otras palabras, la Sala Constitucional se limitó a aspectos formales ajustados a criterios legalistas, no de justicia, aunque la petitoria en los recursos incluía la solicitud expresa de que se dictaran las medidas oportunas y necesarias para evitar que una situación similar volviera a ocurrir.
El máximo tribunal constitucional tuvo la oportunidad histórica de recordar a todos los funcionarios que el respeto a la Constitución Política es innegociable y que limitar derechos responde a actuaciones arbitrarias contrarias a todo orden jurídico democrático; sin embargo, eso no ocurrió.
Así, entre la sensación de indefensión e incertidumbre jurídica, quedan dos inquietantes dudas: ¿Puede un operador de justicia ordinario dictar de manera incontestable e impune medidas contrarias al ordenamiento jurídico y la Constitución Política? Si la Sala no se pronuncia sobre violaciones flagrantes a la Constitución, entonces, ¿quién defiende la carta magna?
LEA MÁS: Editorial: Arbitrariedad judicial
Como titular del Ministerio de Justicia y Paz, me preocupa profundamente que esta situación no se haya abordado en vista de lo que implicaba el irrespeto a normas de alto rango, y que la respuesta del aparato judicial fuera mínima (excepto para sus propios intereses) ante la puesta en conocimiento de flagrantes violaciones al orden constitucional.
Respetuosa de los principios que rigen la función jurisdiccional y la separación de poderes, puse en conocimiento de la Corte Plena estas situaciones en una carta abierta, como parte de mi responsabilidad con la Constitución que juré defender.
En tiempos en que la lucha contra las fuerzas contrarias a la ley debe ser un norte en todas las instituciones, los preocupantes vacíos que deja este episodio de la vida nacional envían un mensaje muy desafortunado para la imagen del país sobre sí mismo y sobre cómo podría ser visto en otras latitudes, al dejar en evidencia peligrosos portillos legales abiertos a merced de la subjetividad de los tomadores de decisiones, hasta el momento, aparentemente, incontestables e impunes.
La autora es ministra de Justicia.