Finalizaba la década de los 70 y atrás quedaban los rigores escolares. El sol veraniego hechizaba las mentes incitando a visitar la playa de Jacó, litoral donde blanquecinos rompientes golpeaban sin misericordia las cálidas arenas, que dormitaban resguardadas por sus espigados cocoteros.
Llegar a Jacó no era fácil, únicamente los bravos y valientes consumaban el periplo. En la ciudad de Orotina, tierra pródiga en frutas y de amables pobladores, se iniciaba el viaje con destino al Grande de Tárcoles, caudaloso tributario del Pacífico central, célebre por sus crecidas invernales y corrientes impetuosas.
Al río se llegaba después de transitar el camino orotinense, ruta áspera y sinuosa que castigaba sin piedad la tracción de los vehículos y empolvaba hasta el tuétano a paseantes y locales. Para vadear la temida corriente, estaba la barca, nave campechana en donde apretujadas gentes y vehículos competían por el mejor espacio. Y venía lo mejor: superar el río a bordo de tan animado navío, que se contorneaba bruscamente al ritmo de las corrientes y mareas.
Más obstáculos. Superado el crucero fluvial, de nuevo las llantas en el camino se preparaban para afrontar otra traba. Se trataba, ni más ni menos, que de la cuesta del Chiquero, escarpada y empedrada pendiente que entre baches y curvas ponía a prueba los choferes, los nervios de los veraneantes, la capacidad de los motores y la fe de los creyentes, que imploraban para no toparse con un camión en sentido contrario o colgado de un barranco.
Una vez superados los escollos y aplacados los sobresaltos, se develaba el paraje jacobino en donde el mar, las arenas, el cielo, la flora y la fauna se conjugaban para recrear el edén mesiánico, sometiendo con su magnificencia los ojos, mentes y cuerpos de los esforzados viajeros.
A pesar de las limitaciones de esa época en infraestructura y servicios, el mar y su entorno compensaban y empequeñecían las carencias.
Nuevos tiempos Lo antes descrito quedó en la historia y no se puede recrear de nuevo, pues el mundo gira y gira y la sociedad, los gustos, necesidades y preferencias inexorablemente cambian. Ir a Jacó, actualmente, se logra en menos de dos horas por carreteras en muy buenas condiciones y con numerosas facilidades. Aunque muchos de los cocoteros de antaño ya no existen y los ríos han sido contaminados, Jacó sigue siendo un sitio muy dinámico y de gran atractivo. Muestra de ello es que el turista aún lo visita, la construcción crece vertiginosamente y la población se multiplica y diversifica.
Por ello, y sin olvidar el pasado, hay que admitir que hoy coexisten una excelsa oferta hotelera y una gama de servicios que, además de brindar las comodidades de la sociedad moderna, se han instituido en fuentes sustanciales de divisas, de trabajo y sustento para cientos de familias.
La magia de este pequeño, pero visionario país, radica en que ha logrado desarrollar y consolidar el turismo de consumo y disfrute en correlación a las áreas protegidas, parques nacionales y reservas.
Los espacios verdes y naturales se han convertido en una valiosa elección para los amantes de la aventura, los observadores de aves, los montañistas, los caminantes y los ecoturistas.
Esta simbiosis entre el concreto y lo verde ha sido tan acertada y exitosa, que el turismo en Costa Rica se ha transformado en uno de los principales sectores económicos y de más rápido crecimiento.
El autor es financiero.