Danilo Jiménez Veiga logró enorgullecerme siempre de un ser costarricense como lo era él.
Cuando en 1973 se me ocurrió lanzar desde Excelsior un grito juvenil desafiante y altanero que encubrí con el título de Carta a Nuestros Poetas, Danilo se levantó como un destinatario de lujo, verdadero poeta de la acción política. Con imaginación y creatividad poco frecuentes entre los altos funcionarios, publicó una carta de respuesta memorable en la que me dijo que existe la "minoría de corazones de vanguardia que mira por encima de los demás y vislumbra ansiosa un futuro más digno y más justo... que no tiene edad y atraviesa generaciones, abridora de surcos, engendradora de ideas y generadoras de acciones... Mientras edifica lo nuevo, tiene que defenderse de lo viejo".
Escribió entre muchas cosas profundas: "Lo que ahora parece indispensable es acelerar ese proceso enrumbándolo hacia metas y objetivos claramente identificados que respondan a las exigencias del momento... Es la acción política lo único que puede producir el cambio. La fuerza de las masas. La presión colectiva. Todo ello dirigido y encauzado por hombres de generoso corazón y clara inteligencia.
"... tenemos la impostergable obligación de señalar claramente y en términos viables, el camino a seguir y la meta a alcanzar, a fin de poder aunar nuestra fuerza alrededor de una bandera que encienda los corazones populares y conduzca la acción colectiva. La reforma agraria, la reforma educativa, la reforma administrativa y tantas otras cosas que hay que hacer, no las harán jamás ni los héroes ni los poetas solos".
¡Tenía tanta razón y la sigue teniendo aún ahora! Cuando tuve el honor de ser su colaborador en el Ministerio de Trabajo, recuerdo que al regreso de una investigación que me pidió que hiciera sobre la condición de los trabajadores bananeros, me escuchó emocionado mientras le hacía el relato de la expoliación de que eran objeto por parte de las transnacionales y de algunos empresarios nacionales y se levantó lleno de indignación para ir a la Asamblea Legislativa a denunciar el atropello y a pedir a los representantes una acción enérgica en favor de la soberanía y la dignidad nacional.
Cuando publiqué mi artículo "El trabajador bananero" y el agregado laboral de la Embajada Americana, Mr. Stephens, en nombre de la United Fruit Company pidió que me destituyeran del Ministerio, obligado a hacerlo por las circunstancias, me acompañó a la puerta de su Ministerio, me abrazó con la efusividad y la franqueza que lo caracterizaba y me dijo: "Francisco, esta lucha por la dignidad nacional es dura y fuerte. Donde quiera que esté usted y que esté yo, sepa que nos une la misma vieja campaña contra los viejos y nuevos invasores".
Pasaron los años. Nuestra correspondencia se detuvo y cada vez nos encontramos con menor frecuencia, pero yo seguí de lejos su paso firme y recto de hombre con aspecto de león y corazón de poeta, que supo llevar a la atmósfera siempre contaminada de la política nacional, el aire fresco y puro de su idealismo, de la generosidad de su corazón y la claridad de su inteligencia. Leí con delicia sus escritos siempre llenos de humanismo y de una rebeldía creadora, lo vi caminar por los palacios con la suavidad del príncipe y la firmeza del revolucionario, igual que lo vi buscar a sus queridos trabajadores ante los barriales de las bananeras y mezclarse con ellos en el tumulto del primero de mayo.
Vi con admiración la lealtad incondicional de sus amigos y el antagonismo feroz pero frontal que inspiró a sus enemigos. Lo vi devolver la ilusión a los burócratas desmoralizados de una administración pública pesimista, asesorar a un Presidente sin opacarlo y ser el yerno de otro sin abusar del poder y el parentesco. La otra tarde lo vi pasar en hombros de altos dignatarios hacia el cementerio, en medio de ese mundo de políticos, funcionarios y jerarcas que fue también su mundo; pero yo me retiré en silencio a un duelo interior, privado y personal, donde recordé a ese hombre que contestó a mi carta dirigida a los poetas, porque él siempre ha sido y será poeta.