En la juventud, un grupo de amantes de las guitarras, la poesía y la literatura nos reuníamos los sábados por la noche a departir sobre letras y armonías y escuchar a los tríos más famosos de aquella época bohemia.
Uno de los tríos preferidos —Los Tecolines— interpretaba con sentida añoranza una poesía hecha canción, Cosas del ayer, escrita por Chucho Rodríguez. En su estrofa inicial decía: “Ahí donde guardan sus cantos las olas del mar / ahí donde nace la aurora formé un madrigal”.
La escuchábamos una y otra vez, pues sentíamos que, con el tiempo, los madrigales se nos escaparían de las manos.
“¿Qué es un madrigal?”, preguntó alguna vez uno de mis hermanos bohemios. Yo guardé silencio, pues no lo tenía tan claro. Después, consulté a mi profesor de Español en la Universidad de Costa Rica (UCR) y él, con una afable sonrisa, me respondió con otra pregunta: “¿Tan duro te trata la vida?”.
Entonces, comprendí que un madrigal era como una decepción hecha literatura, una mala confesión convertida en canción o, peor aún, una traición de las que solíamos enfrentar los jóvenes cuando iniciábamos la interminable aventura de todas las emociones habidas y por haber.
Décadas después, con el advenimiento de la internet, hallé definiciones más precisas. Un madrigal es un género literario muy en boga en el Renacimiento, con una estructura corta, donde el escritor, de forma suelta y creativa, evoca sentimientos a veces en forma de endecasílabos y heptasílabos, pero siempre con mucha musicalidad. Como dice la filósofa española Maite Nicuesa, “la relación entre este tipo de poesía y la música es tan evidente que incluso algunos madrigales han sido convertidos en canciones”.
Yo, cada vez que la adversidad me agobia, me refugio en Los Tecolines y sus Cosas del ayer. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando, el 8 de marzo, el distinguido colega, a quien aprecio y respeto mucho, don Ottón Solís, me hizo gratuitamente el guardián de los madrigales cambiarios en una agradable y bien escrita glosa en La Nación, pero totalmente descabellada.
Me atribuyó el haber confesado que el Banco Central (BCCR) intervenía administrativamente en las cotizaciones cambiarias. ¡Válgame Dios! De muchas cosas malas y pecaminosas había sido acusado en esta vida, la mayoría de ellas con sobrada razón, pero nunca de semejante sinrazón. Me obliga a declinar, a pesar de mi debilidad por todos los madrigales bien escritos.
Y es que yo nunca he confesado que el BCCR fije el tipo de cambio por decisión administrativa. No, al menos, desde febrero del 2015, cuando la Junta Directiva decidió aprobar, por unanimidad, el régimen cambiario de flotación, en el que las cotizaciones las fija el mercado y no el Banco Central, por definición legal.
El autor es abogado y economista.
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