El primer contacto que recuerdo haber tenido con la nicotina –o la nicotina conmigo– fue aproximadamente a los 12 años: robé un cigarrillo del paquete de “Esfinge” de mi padre en Bluefields, Nicaragua, e hice un intento heroico de fumarlo. Y de verdad fue heroico porque el sabor fue horrible y no completé la primera bocanada de humo. Juré que, por más que admiraba a mi padre, nunca lo seguiría en ese hábito.
Los inicios. Sin embargo, junto con algunos compañeros de quinto año del Colegio de Limón, acumulé valor suficiente para intentarlo otra vez en la parte trasera del techo de la institución, y, para sentirme “hombre” en compañía de ellos, logré fumar la mitad de un “Capri”. Esta vez no me supo tan feo y seguí aprendiendo: por lo menos, una vez al mes. Después, ya en la Universidad de Costa Rica, presupuestaba un colón mensual para llevar cigarrillos permanentemente e intercambiar con otros, de vez en cuando; y, ya para entonces, conocía la delicia de un “Capri” luego del desayuno.
Entonces, continué, pero comencé a experimentar con “Ticos”, viendo fumar a don Juan Félix, mi profesor de Matemática General, con quien siempre sacaba dieces, y que me decía: “Señor Churnside”, al pedirme completar sus ecuaciones en la pizarra. Yo lo hacía con gusto, mientras el Chino Romero tomaba notas sentado atrás, comiendo zanahorias de una maleta con gran cantidad de libros (muy “fachendoso”, como admirador de Rodrigo Facio, quien también estudió Derecho, simultáneamente con Economía).
Decisión. Así que seguí fumando “Ticos”, un paquete al día, hasta que egresé de Economía y mi novia comenzó a decirme que olía “feo”, tal vez como hoy reconoce Mariano Figueres. Entonces, para complacerla a ella, inicié la valoración de la posibilidad de dejar de fumar, pero tomé la decisión después de que nos casamos y llegaron a mis manos dos fotografías de pulmones de una persona antes y después de fallecer, luego de haber fumado por un período de 25 años: la primera era de un color claro, levemente rosado, y la segunda parecía un trapo viejo y oscuro. ¡Hasta ahí llegué! No fumé ni un cigarrillo más, pero tuve algunas experiencias que narraré a continuación como advertencia para quienes lean estas líneas.
Un día llegó a visitarme mi gran amigo Raymond ( Gabín ), hermano menor del doctor Sherman Thomas, profesor de Química de la Universidad de Costa Rica. Tremenda sorpresa me causó encontrarlo triste y cabizbajo, porque Raymond era el personaje más alegre y gracioso de nuestro grupo de bachilleres del Colegio de Limón en 1962. Raymond me confesó que necesitaba conversar conmigo, debido a que estaba deprimido y no sabía qué hacer. Entonces, le respondí: “ Gabs –así le llamaba yo–, estoy igual, y, peor todavía, con ocurrencias de suicidio”.
Análisis y terapia. Gabs y yo nos pusimos a conversar, y resultó que también él había dejado de fumar repentinamente, lo mismo que yo. Entonces, se nos ocurrió la hipótesis de que ese cambio brusco nos estaba afectando. Y comenzamos a hacernos conjuntamente un análisis y terapia. Después de algunas horas, nos sentíamos tan bien que decidimos reunirnos, por lo menos, una vez a la semana, consultando con otros. Poco a poco, entendimos que el fumado se había convertido en una rutina profunda que “llenaba” nuestra existencia cotidiana, y habiéndola roto bruscamente, nos dejó sin “sentido de la vida”, como explicaba Viktor Frankl.
Rutinas sustitutivas. Aclarada esa situación, combinada con otros “fenómenos” (o acontecimientos) de nuestros ciclos vitales, necesitábamos reconstruir nuestro quehacer y establecer rutinas sustitutivas. Así lo hicimos y llenamos el vacío existencial, que nos afectaba en forma de “depresión”. Entonces, “maduramos” y continuamos con nuestras vidas normalmente como “profesionales jóvenes”.
Y ¿por qué les cuento este cuento ahora? Lo hago no solamente por la situación que planteó Mariano Figueres sobre el fumado y el “vapeo”, sino también porque muchos nos hallamos en situaciones comparables, relacionadas, por ejemplo, con la “tercera edad”.
Mariano, yo no te juzgo en lo particular y personal. Cualesquiera que hayan sido las circunstancias y acontecimientos de tu vida, puedes y debes interpretarlos para bien de Costa Rica, tu familia y ti mismo. De igual manera, debes someterte al juicio de tus conciudadanos conscientes. Todos tenemos problemas comparables que debemos analizar, interpretar y resolver. Insisto, “todos”. Junto con los grandes problemas nacionales, históricos, estructurales y coyunturales, los problemas personales, existenciales y humanos deben ser atendidos y resueltos simultáneamente.
Y es que, si no logramos esta hazaña, “nos lleva la trampa a todos”, como dice un buen amigo mío. O, como se dice en la calle, “nos lleva candungas”.