Estoy en Costa Rica por brevísimo tiempo para ver a la familia y sacar mi nuevo pasaporte, a pesar de que el que expira apenas tiene cinco años. Podría haberlo usado cinco años más, como era costumbre, pero ahora modificaron la ley y hay que cambiarlo. ¡Qué desperdicio!: el plástico, la fotografía, el recurso humano y tecnológico...
Antes habría podido renovarlo con un timbre, un sello y una firma. Ni modo. Tras el trámite en el hermoso Banco de Costa Rica, me dispongo a deambular por el centro de San José en una mañana soleada pero todavía fresca.
A la salida, contemplo la iglesia del Carmen, que visitaba con mi papá. No es que él fuera muy religioso, más bien lo contrario. Entrábamos cuando no había misa, cuando la iglesia estaba silenciosa. Él se sentaba en una de las bancas, en quietud, callado. Yo me quedaba junto a él, tranquilo. Luego, retomábamos nuestro camino.
Desde entonces, me quedó la costumbre de entrar a las iglesias para hacer un alto en el agitado sendero del mundo, no para rezar, pues ya no rezo, sino para estar en silencio, que para algunos es la mejor forma de oración.
Llego al Parque Central, sigo por los alrededores del Colegio de Señoritas, observo las viejas casas de madera del pasado siglo que todavía resisten la demolición y el cambio. Llego a la Clínica Bíblica donde nací con velo de luna. En pocas horas cumpliré años. Ahí está el viejo edificio de madera pintado de azul. Escucho lejano mi llanto de recién nacido en la quieta luz josefina.
Encuentro. Sigo al sur. Veo a Alfonso Chase descendiendo de un taxi frente a su casa. Si nos hubiéramos puesto de acuerdo, no nos habríamos visto. Las estrellas han decidido esta cita kármica. Tras la sorpresa, el abrazo y la invitación.
Subo la escalera tras el portón metálico. Alfonso cambia de bastón y sube lentamente con su pie de carne alada (pie de Mercurio Trismegisto) y su otro pie proteico, prótesis de cielo y cieno. Ya en su apartamento, tomamos café y galletas. Se disparan los chismes, las novedades, las lecturas, todo sale como glifos de nuestras bocas sedientas de coloquio amigo.
Circulan nombres: Eunice Odio, José Basileo Acuña, Mimita de Tinoco, Rogelio Fernández Güell, Porfirio Barba Jacob, Ninfa Santos, Krishnamurti, Crox Alvarado el actor, Fernando Brenes, el modelo tico que murió en México, apetecido por muchos y muchas, incluida Yolanda Oreamuno… Los nombres de los vivos no los menciono, pues podrían creer que chismeamos, y tendrían razón. Alfonso me regala el primer ejemplar de su libro de poemas de amor, Secretos perfectos. Nos despedimos y salgo al sol del mediodía.
Camino y entro a una librería de viejo, donde, tras pesquisa, compro los escritos de Alfredo González Flores, seleccionados y prologados por Alberto Cañas. Vuelvo al centro, al Teatro Nacional. Voy a almorzar al restaurante vegetariano Vishnú. Me siento frente a una ventana para ver pasar a los transeúntes de todo tipo. Cuánta diversidad, cuánta empatía. Me emociono.
Termino mi comida y voy a la librería Lehmann. Reviso las secciones (más escuálidas que la última vez que las visitara) de literatura e historia costarricenses. Luego me voy por la avenida, despacio, recordando lo ido y descubriendo lo nuevo.
Ingreso a Chelles, la esquina donde comencé a ser escritor colectivamente, junto con Carlos Cortés, Rodrigo Soto y Pablo Ureña. Pido un arrollado y un café negro, sentado junto a la puerta esquinera, desde donde veo pasar otra vez el flujo de gente. Pido un segundo café y continúo mi contemplación urbana, complacido, relajado.
Recorrido. Sigo por la avenida hacia el Museo Nacional. Frente a la Asamblea Legislativa hay una manifestación de trabajadores de educación y salud que anuncian en sus encendidas peroratas la próxima huelga general.
Tras escuchar un rato, me alejo y llego a la esquina del templo masónico. Lo observo en calma por un rato. Me comunico con su egrégor. Me voy rumbo al Parque Nacional. Lo recorro buscando la parte más arbolada, que es la que está frente a la biblioteca.
Me siento en un poyo y leo el prólogo de don Beto a la antología de don Alfredo. Ya van a dar las cuatro de la tarde y tengo una cita en la logia teosófica de Cuesta de Núñez, muy cerca. Qué linda tarde.
Llego a la casa teosófica, que fue la del pintor Tomás Povedano. Xenia, miembro de la logia Virya, me abre los dos portones y subimos a la biblioteca. Recorro el viejo recinto con emoción, escucho las voces idas que me saludan con cariño.
Dos días antes había pedido permiso para consultar la biblioteca. Estoy feliz porque logré encontrar la novela escrita por don Tomás, Un vuelo prematuro. La tarde luminosa se siente incluso en la hermética biblioteca.
Sonrisas. Terminado mi trabajo, me alejo. Cruzo el parque España, paso junto a mi escuela y a mi kínder, la Buenaventura y el Montessori, y me dirijo donde mi viejo amigo, el pintor Roberto Lizano.
Llego a su casa, junto a un bar lésbico, en barrio Amón, casi al frente de donde vivió Carmen Lyra y a la vuelta de donde mataron al militar Joaquín Tinoco. Nos saludamos con afecto, conversamos y cenamos, pues Roberto es anfitrión gourmet.
Risas, viajes, melodías de armónica, gazpacho y berenjena, pejibayes y platillo peruano. Admiro su obra reciente y, al final, sorpresivamente, me regala uno de sus trabajos: ¡feliz cumpleaños!
Salgo a la noche urbana, matizada apenas por los ruidos de un autobús elefantiásico, el escape de una moto y el chillido de un travesti. Tomo el bus a Tibás, que se va llenando lentamente con los últimos retrasados de la noche.
Me bajo en Jardines de Tibás y no se observa ni un alma. Ni siquiera hay gente en la cancha de fútbol, en cuyos alrededores he visto de noche sombras que susurran amores o que fuman marihuana.
La luna brilla entre nubes desgarradas. Un murciélago perdido zigzaguea en el espacio. Tengo solo para mí el silencio de Tibás, la cancha que antes fue cafetal de infancia, los árboles, al fondo las montañas. Respiro satisfecho.
Llego a la casa de mi hermana Silvia. Comienza a llover y me duermo como bebé, arrullado por el golpeteo del agua sobre el techo de zinc, después de haber barajado los arcanos de mi tarot josefino.
El autor es escritor.