La vida de los adultos mayores atraviesa por una crisis que empezamos a construir hace muchísimo tiempo. En algunas culturas, se les venera y respeta por su experiencia y conocimiento, sobre todo en el núcleo familiar.
En Occidente, por el contrario, caen en la categoría de estorbo, personas a las que se les explota económicamente o abandona. Mujeres son utilizadas como niñeras, cocineras o empleadas domésticas, privándolas de la oportunidad de retomar sus metas, círculos para la socialización y su espacio personal, lo cual afecta sus emociones.
Una gran mayoría de mujeres dieron su vida a esposos e hijos por encima de la satisfacción de sus necesidades. A edades avanzadas, continúan viendo aplazar el alcance de sus objetivos por cuidar a padres y nietos.
Muchas de las situaciones descritas se deben a las pocas opciones que los padres tienen para el cuidado de sus hijos, debido a situaciones laborales.
Las mujeres desisten de ingresar al mercado de trabajo, y no parece que vaya a mejorar. No es sencillo dejar hijos e hijas a cargo de cualquier persona. No son pocas las experiencias de gente ajena a la familia, o incluso dentro de ella, que agrede a los menores.
Si las empresas tuvieran un sistema de guarderías en sus instalaciones, madres y padres estarían dispuestos a pagar con el fin de estar tranquilos y cerca de sus niños, en un ambiente donde se les permita visitarlos durante la hora del almuerzo o las pausas laborales.
Otra causa es la reorganización pospandémica educacional. Escuelas y colegios públicos no cuentan con horarios estables. Las lecciones cambian de hora de una semana a la otra.
Los padres se ven en serias dificultades para ir a dejar y luego recoger a los hijos en horas aleatorias, y por eso se recurre a los adultos mayores para el cuidado de los hijos.
No está mal que abuelos y abuelas brinden apoyo, pero si las instituciones públicas tuvieran un horario regular posibilitarían la planificación de las actividades familiares e individuales y una estructuración más ordenada para que los estudiantes atiendan sus deberes diarios, horas de estudio y realización de actividades extraclase.
Soy docente en centros culturales de arte, y la asistencia de personas mayores es inconsistente. Las razones de la deserción de los cursos se debe frecuentemente a la obligación de atender a nietos, hijos y padres.
Una, como facilitadora, ve con tristeza retirarse de lecciones que les devolvieron ilusiones, alegrías, compañía y crecimiento. El “pronto volveré” nunca se cumple, y en mi cabeza y corazón me pregunto cuándo lograrán hacerlo.
También soy docente en una universidad privada y testigo de deserciones porque empresas son inflexibles con los jóvenes y madres que estudian y trabajan, compañías donde carecen de espacios para asistir a clases virtuales o presenciales, y ni pensar en apoyo económico para que se capaciten.
Las empresas ven como amenaza que un empleado se titule, pues en ocasiones conlleva aumentos salariales. El resultado es un viacrucis por call centers o trabajos mal remunerados.
Conozco jóvenes que por pagar universidad y habitaciones donde vivir no les queda para alimentación o pasajes. También, abuelos que dan sus bajas pensiones para financiar la educación de los nietos.
No reconocer la necesidad de cambios drásticos para que la población alcance el bienestar es condenar al país a un estado de abandono social y psicológico, donde el valor de la vida se vuelve ligero y quitarla no pesa moralmente.
Necesitamos un país que se comprometa a dar facilidades para el desarrollo familiar a la población media y baja, que el ser humano vea sus aportes tributarios devueltos en mejoras de vida para los suyos y un equilibro entre lo que trabaja y obtiene salarialmente, que entienda que en cada etapa se deben brindar herramientas para la felicidad, el crecimiento personal e intelectual y los valores.
El país se hunde en la incertidumbre, y esto se refleja en cada familia, en el aula y en las estadísticas. El problema es integral y la solución debería serlo también.
La autora es docente universitaria.
