Hace más de una década, la promesa de la ley de tránsito era limitar las tragedias cotidianas en las vías nacionales. Severas multas y otras sanciones obligarían a pensarlo dos veces antes de manejar intoxicado o a velocidades temerarias. Las carreras informales o piques terminarían con el arresto de los participantes. Nada de eso ocurrió.
Quizá en sus primeros meses de vigencia la rigurosidad de la ley asustó a los infractores, pero pronto las aguas de la irresponsabilidad tomaron su nivel. Las razones son obvias: apenas hay medios para aplicar las sanciones. Los oficiales de tránsito son escasos y en pleno siglo XXI el país no ha sido capaz de desarrollar la vigilancia electrónica. Sin una probabilidad razonable de ser descubierto o castigado, la sanción prevista por ley es letra muerta, no importa cuán draconiana.
La lección es relevante para la discusión sobre la forma de enfrentar la ola de delincuencia que nos agobia en la actualidad. Con demasiada frecuencia, la primera reacción es legislar, sea para crear nuevas conductas delictivas o para castigar con más severidad las existentes. Pero la confianza depositada en la capacidad transformadora de la ley es excesiva, como lo demuestra la ley de tránsito.
Las reformas legales son fundamentales, no cabe duda. El país no puede prescindir de una ley contra el crimen organizado, adaptada a los fenómenos delictivos de la modernidad. Lo mismo puede decirse de normas para combatir los nuevos tipos de delincuencia en el ciberespacio y de la actualización de leyes rezagadas u obsoletas.
El esfuerzo de la Asamblea Legislativa para aprobar la ley contra el crimen organizado es merecedor de encomio, pero también conviene atender la advertencia de una de sus principales impulsoras, la vicepresidenta del Congreso, Gloria Navas. El proyecto no resuelve toda la problemática nacional de inseguridad, afirmó la diputada para atemperar las expectativas, y tampoco está dirigido a la prevención.
Mientras la Asamblea Legislativa se esforzaba por sacar la ley adelante, trascendió que cuatro de cada diez patrullas de la Fuerza Pública están varadas por falta de reparaciones o son muy viejas para circular. Lo mismo sucede con las motocicletas. Solo el 58 % de las patrullas y el 57 % de las motos salen a la calle.
Los repuestos escasean, como también los uniformes, las botas de policía y el equipamiento en general. Hay 127 delegaciones de la Fuerza Pública con órdenes sanitarias por mal manejo de aguas residuales, instalaciones eléctricas deficientes, techos deteriorados, paredes y pisos en mal estado, entre otras deficiencias.
Con tantas necesidades en espera de solución, es difícil depositar demasiadas esperanzas en el presupuesto extraordinario de ¢6.000 millones, presentado a la Asamblea Legislativa, con el cual también se pretende contratar 400 policías más antes de finalizar el año. La existencia de medios para aplicar la ley importa cuando menos tanto como la severidad de las sanciones y la adecuación de las normas a las realidades del momento. Es la lección de la ley de tránsito y de la mayor parte de los estudios sobre criminología.
La situación fiscal del país no permite excesos del gasto. No obstante, una revisión exhaustiva seguramente pondrá de manifiesto excesos en contrataciones superfluas. Mientras los cuerpos policiales padezcan tantas necesidades y los ciudadanos estén tan preocupados por su seguridad, ningún desperdicio es admisible, comenzando por los abultados presupuestos publicitarios y gastos similares de los cuales se ha informado en días recientes.
Para la diputada Gloria Navas, el proyecto contra el crimen organizado no resuelve toda la problemática nacional de inseguridad y tampoco está dirigido a la prevención. (Asamblea Legislativa)