La Contraloría General de la República advierte de la insostenibilidad de la situación fiscal. La próxima Administración, dice la contralora Marta Acosta, no podrá evitar las “decisiones de alto impacto”. Para asegurar la salud de las finanzas públicas, los ingresos deben aumentar en ¢900.000 millones, un 3,4% del producto interno bruto (PIB).
El cálculo de la Contralora es alarmante, sobre todo si se le entiende como el mínimo necesario para enfrentar las dificultades actuales. Como punto de comparación, basta señalar que las aspiraciones de la polémica y fallida Ley de Solidaridad Tributaria, impulsada por la administración Chinchilla, apenas consistían en generar ingresos equivalentes al 2,5% del PIB.
En su versión definitiva, luego del manoseo de los diputados y la aprobación de un sinnúmero de excepciones, la reforma habría generado un 1,5% del PIB, menos de la mitad de la estimación hecha por la Contralora ante los diputados al presentarles el informe técnico del plan de presupuesto para el 2014.
El llamado a la responsabilidad fiscal no es exclusivo de la Contraloría. Más allá de nuestras fronteras, las agencias de calificación de riesgo también se muestran inquietas. Moody’s señaló, con toda claridad, la urgencia de una reforma fiscal para evitar el deterioro del grado de inversión de Costa Rica.
“Nos preocupa la cuestión del gasto y el incremento de la deuda pública. Desde hace varios años, el Gobierno ha tratado de pasar una reforma fiscal, pero no lo ha logrado”, dice Gabriel Torres, analista de deuda soberana en Moody´s.
Si el desequilibrio de las finanzas públicas afecta la calificación crediticia, los inversionistas exigirán tasas de interés más altas, en proporción con el aumento del riesgo percibido. Así, la nueva calificación agravaría la situación financiera del Estado.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) también señala a Costa Rica entre los poquísimos países latinoamericanos donde la crisis económica internacional no condujo a una revisión significativa de la estructura tributaria.
Tampoco el Gobierno ha dejado de clamar por el ajuste. Lo intentó con el proyecto de solidaridad y, ahora, ya de salida, anuncia el Plan de Consolidación Fiscal, mucho más ambicioso y en línea con las advertencias de la Contraloría. El propósito, desafortunadamente, es dejar la discusión planteada para después de las elecciones.
Tanto sentido de urgencia y tanto consenso, dentro y fuera de las fronteras, haría pensar en la reforma fiscal como uno de los grandes temas de la campaña electoral. Hasta ahora no lo ha sido. Solo Luis Guillermo Solís, del Partido Acción Ciudadana, y Johnny Araya, del Partido Liberación Nacional, se han pronunciado de manera inequívoca, aunque con distinto grado de detalle, sobre la necesidad de aumentar impuestos.
Aun en esos casos, el debate no tiene el vigor correspondiente a un tema de tanta envergadura. Hasta ahora, los propósitos no pasan del enunciado. Es fácil comprender la aversión de los candidatos a comprometerse con un tema tan delicado. Por algo la materia tributaria está sabiamente excluida de los asuntos que pueden ser sometidos a referendo.
El aumento de impuestos nunca ha estado entre los temas favoritos de campaña, pero el país está urgido de escuchar la verdad. La reforma tributaria es inevitable. Mentir ahora, u omitir toda referencia a esa realidad, es exponerse, como gobernante, a la deslegitimación nacida del divorcio entre el discurso y la práctica. Plantear la discusión con franqueza, por el contrario, puede servir para separar a los candidatos con seriedad de propósitos de los demagogos empeñados en endulzar los oídos de votantes incautos, dispuestos a creer en fantasías, como la factibilidad de equilibrar las finanzas públicas con solo evitar la evasión y racionalizar el gasto. Esas medidas son necesarias, pero insuficientes. Hay que decirlo de una vez por todas: la salud fiscal exige más impuestos.