La inviolabilidad de las delegaciones diplomáticas es un principio esencial, plenamente reconocido por el derecho internacional. El derecho a buscar y recibir asilo no cuenta, como este, con reconocimiento universal, pero su tutela y respeto tienen extenso y justificado arraigo en nuestro hemisferio, como forma de proteger a perseguidos políticos de los actos arbitrarios de sus gobiernos. Por esto, a su dimensión diplomática se añaden profundas connotaciones humanas.
El irrespeto a cualquiera de esas normas es inaceptable; peor aún su violación simultánea. Fue lo que ocurrió el viernes 5 de abril, cuando efectivos policiales ecuatorianos forzaron la entrada de la embajada mexicana en Quito, maltrataron al diplomático a cargo de la misión y sacaron por la fuerza al exvicepresidente Jorge Glas, “huésped” en el inmueble desde diciembre y al que México había concedido ese día asilo político.
La decisión merece rechazo y condena, como han hecho todos los países de América —incluida Costa Rica, en un comunicado conjunto con Panamá y la República Dominicana— y la Organización de los Estados Americanos. También se justifica plenamente la decisión inmediata del gobierno mexicano, al romper relaciones diplomáticas con Ecuador. No se trata solo de censurar la gravedad del acto concreto, sino también de evitar que, mediante la aceptación o el silencio, se establezca un funesto precedente.
La Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas, aprobada en 1961 y vigente como tratado desde 1964, establece en su artículo 22 que “los locales de la misión son inviolables” y añade: “Los agentes del Estado receptor no podrán penetrar en ellos sin consentimiento del jefe de la misión”. La Convención sobre Asilo, aprobada en La Habana en 1928, fue el primero de una serie de acuerdos interamericanos que culminaron con dos convenciones en la Décima Conferencia Interamericana, celebrada en Caracas en 1954: una que reconoce el derecho al asilo territorial (en los propios Estados) y otra, el político (en las sedes diplomáticas). Especifica que este último cobija a “personas perseguidas por delitos políticos”.
La Convención Americana sobre Derechos Humanos lo tutela en el inciso 7 del artículo 22 de esta forma: “Toda persona tiene el derecho de buscar y recibir asilo en territorio extranjero en caso de persecución por delitos políticos o comunes conexos con los políticos y de acuerdo con la legislación de cada Estado y los convenios internacionales”.
Resulta muy claro, por tanto, que invocar el asilo para proteger a prófugos de delitos comunes es ilegítimo, aunque la interpretación corresponda al país que los acoja. Esto fue lo que hizo México en el caso del expresidente Glas. Cierto, era un personaje de relevancia política, pero la justicia ecuatoriana lo perseguía no por motivos políticos, sino por sentencias en firme que lo vinculan con actos de corrupción cuando ocupó el cargo, entre el 2013 y el 2018, durante el segundo período presidencial del izquierdista autoritario Rafael Correa, también condenado, pero que vive en Bélgica.
Por lo anterior, consideramos que, primero su acogida y luego el otorgamiento de asilo a Glas, aunque amparado en potestades soberanas de México, fue un acto ilegítimo, más motivado por sesgos ideológicos que por serias consideraciones diplomáticas. Peor aún, días antes, el presidente Andrés Manuel López, con la intemperancia verbal que lo caracteriza, dijo, sin prueba alguna, que los “conservadores” ecuatorianos habían utilizado el asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio, poco antes de las elecciones del pasado año, para impulsar el triunfo del actual presidente, Daniel Noboa. Con razón, la embajadora fue declarada persona non grata. La respuesta mexicana fue conceder el asilo a Glas.
Nada de lo anterior justifica lo hecho por Ecuador, pero sí indica claramente que el gobierno de México infligió un daño previo al sentido real del asilo, y lo distorsionó en favor de un condenado por la justicia común. Es algo similar a la actuación de Nicaragua, que otorgó esa condición al expresidente panameño Ricardo Martinelli, condenado por blanqueo de capitales y refugiado en su embajada.
El derecho de asilo —al igual que la integridad de las sedes diplomáticas— es sagrado, pero debe comenzar por su correcta aplicación por los Estados. Manipularlo es también un grave acto y funesto precedente. No llega al nivel de asaltar embajadas y capturar protegidos, pero sí debilita los fundamentos que convierten estos actos en inaceptables.