En las últimas semanas, la prensa internacional ha informado sobre el surgimiento de una guerra comercial entre los Estados Unidos y China, si cada uno impone altos aranceles a determinados productos provenientes del otro. Como muestran la historia, y la lógica económica, las guerras comerciales no producen ganadores. Solo perdedores.
La posibilidad de una guerra comercial entre las dos economías más grandes del mundo tendría su origen en el enorme déficit de Estados Unidos en sus relaciones comerciales con China. Ese déficit, en parte, tiene su génesis en los aranceles aplicados por el país asiático. Además, muchas exportaciones chinas son producidas por empresas estatales con subsidios del Gobierno. También se afirma que China no respeta la propiedad intelectual, mucha de ella de empresas estadounidenses, de la cual se apropia sin que medie pago.
En general, los déficits comerciales de un país en sus relaciones con otro, como Estados Unidos con China, o Costa Rica con Japón, no son lo importante, pues pueden deberse a motivos razonables, si una nación produce bienes o servicios de calidad apetecidos por el otro. Lo importante es el saldo comercial con la totalidad de países del orbe. Es lo mismo para las personas físicas, cuyas relaciones con el supermercado, la farmacia y las empresas de servicios públicos son deficitarias, pero en la globalidad quedan compensados por el superávit obtenido de sus clientes o empleadores.
Sin embargo, las relaciones comerciales de Estados Unidos con China tendrían componentes indebidos si en efecto hubiera subsidios, altos aranceles e irrespeto a la propiedad intelectual. Para dirimir esas diferencias existen entidades supranacionales, como la Organización Mundial del Comercio (OMC, antes GATT), y es allí donde el problema debe ser resuelto. La imposición recíproca de aranceles, cuotas o prohibiciones no es la solución.
Los altos aranceles, si se aplican a una cantidad importante de productos, llevan a la autarquía y eso hace que los países pierdan los enormes beneficios del libre comercio, basado en ventajas comparativas. Pero la imposición de altos aranceles tiene otros costos que normalmente no se toman en cuenta, y es que un impuesto a las importaciones termina convirtiéndose en un gravamen a las exportaciones.
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Por ser esta realidad de enorme importancia también en países como el nuestro, conviene considerar en detalle la lógica de la afirmación. Un arancel, o impuesto que solo opera sobre lo importado y no sobre la producción doméstica (como sería, por ejemplo, un IVA), equivale a un impuesto que, sin ser explícitamente aprobado por la Asamblea Legislativa, se paga sobre los productos afectados. Es como si para comprarlos el precio de la divisa (por ejemplo, el dólar) fuera más alto. Si el precio de la divisa se encarece artificialmente por los aranceles, y la práctica es suficientemente generalizada, la divisa encarecida en nada beneficia a los exportadores y, por tanto, no desempeña uno de los papeles esperados del tipo de cambio, cual es servir de estímulo a las exportaciones.
Por eso, un impuesto inicialmente concebido para afectar las importaciones termina teniendo el perverso efecto de pesar sobre las exportaciones. Y es obvio que el desestímulo a las exportaciones termina aumentando, no reduciendo, el déficit de los países que lo adopten. Por eso es de esperar que las diferencias comerciales entre Estados Unidos y China se resuelvan por el canal previsto en el orden mundial: la OMC.