El debate sobre la seguridad ciudadana difícilmente conducirá a la construcción de políticas eficaces mientras siga confinado a los estrechos límites de la casuística y, en ocasiones, la anécdota. La confusión creada por esa aproximación a una materia tan técnica, merecedora de tratamiento científico, nubla la percepción de las verdaderas causas del delito y los medios para contrarrestarlas.
Entre las deficiencias más obvias puestas de manifiesto por el debate de los últimos días está la falta de estadísticas depuradas y confiables. La reincidencia es una de las explicaciones más socorridas de la crisis actual, pero los datos disponibles son demasiado burdos para aquilatar cabalmente su influencia en el índice de homicidios, una de las preocupaciones más angustiantes del momento.
Podemos saber cuántos reos con beneficios carcelarios vuelven a delinquir, pero no siempre los delitos cometidos. La distinción importa porque no es lo mismo volver a la cárcel por reiteradas violaciones a la ley de psicotrópicos que hacerlo por causa de un homicidio o un ataque sexual. Tampoco son iguales las consecuencias para la prevención.
A falta de estadísticas y consideración científica del fenómeno delictivo, sobran las explicaciones fundadas en la intuición. El problema se debe a leyes permisivas, sostiene una línea argumental, pero esa afirmación choca contra la tasa nacional de encarcelamiento, una de las más altas del continente. El fenómeno, dicen otros, se debe a los beneficios carcelarios, pero la relación entre los reos favorecidos y la delincuencia, especialmente la violenta, no queda clara a partir de la estadística.
A falta de datos, la discusión se centra en casos concretos, algunos ciertos y otros no tanto. La reincidencia es un fenómeno indiscutible en este y todos los países. En ocasiones, la cometen reos favorecidos por beneficios carcelarios, como tobilleras o regímenes de confianza. La pregunta es si eso ocurre con la frecuencia necesaria para tenerlo por causa fundamental de una oleada de delincuencia o, específicamente de homicidios, como la enfrentada por el país en la actualidad.
Es fácil construir la impresión de que las leyes, los beneficios y la reincidencia explican el fenómeno. Basta con dirigir la atención a los casos aislados, sin datos aptos para darles contexto, incluida la comparación con la realidad de otros países. Un ejemplo es el caso citado por el fiscal general, Carlo Díaz, para justificar su recurso de inconstitucionalidad contra varias normas relacionadas con la concesión de beneficios.
Un hombre sentenciado a tres años y cuatro meses de cárcel por robo agravado fue ubicado en el Centro de Atención Semiinstitucional de Cartago después de una valoración de las autoridades penitenciarias. El sujeto aprovechó la posibilidad de salir a la calle para cometer un feminicidio, un homicidio simple, una tentativa de homicidio simple, daños agravados, un incendio y una explosión.
Es un caso espeluznante, pero muy pocos reos en esas condiciones cometen semejantes actos de salvajismo. Por supuesto, si el hombre hubiera estado en la cárcel, no habría tenido la oportunidad de cometer los crímenes en esa fecha, pero nada le habría impedido hacerlo al cumplir la condena, relativamente corta, por un delito que no necesariamente se perpetra con violencia contra las personas, sino también contra las cosas, como podría ser una ventana. En el momento del crimen, solo le faltaban dos años para cumplir la condena en su totalidad.
¿Sugeriría el fiscal cadena perpetua para quien rompa una ventana con el fin de cometer un robo o considera que después de tres años y cuatro meses de encarcelamiento no habrían sido posibles los hechos sangrientos del homicida? Seguramente, ni lo uno ni lo otro, pero el caso ilustra el sinsentido de centrar la discusión en casos aislados.
El ejemplo esgrimido por el fiscal aterroriza, pero no sirve de sustento lógico a la propuesta de restringir beneficios carcelarios para combatir la delincuencia violenta. Mejor sería demostrar la inclinación de un alto porcentaje de condenados por robo agravado a cometer crímenes violentos. Si esa evidencia existiera, podría sustentar reacciones de política pública que van desde aumentar la penas por robo agravado hasta diseñar un protocolo especial para conceder beneficios en esos casos.
Hemos llevado los argumentos al punto del absurdo, es cierto, pero en ese plano se sitúa la discusión, si pretende generar política pública a partir de ejemplos aislados. Al final de ese sendero casi seguramente hallaremos soluciones fallidas y habremos perdido valioso tiempo en la urgente lucha por enfrentar la delincuencia.
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A falta de estadísticas y consideración científica del fenómeno delictivo, sobran las explicaciones fundadas en la intuición. (Shutterstock)