Siete diputados se apartaron el 1.° de mayo de los lineamientos establecidos por sus bancadas para elegir al Directorio legislativo. Lo hicieron abiertamente, sin el secretismo de antaño ni espacio para la sospecha. Algunos explicaron al país los motivos de su voto disidente. No hubo “mayo negro” ni especulación sobre la identidad de los rebeldes. Fue la elección más transparente de la historia.
Ada Acuña, del Partido Progreso Social Democrático, se apartó de la línea de la fracción oficialista para negarle el voto al liberacionista Rodrigo Arias. En otro momento, los 44 votos obtenidos por Arias en lugar de los 45 esperados habrían desatado especulaciones, sospechas y cacerías de brujas. ¿Traicionó un liberacionista la palabra empeñada con el candidato de su partido? ¿Pertenece a la fracción socialcristiana el voto faltante y prometido? ¿Se apartó algún diputado de Nueva República de lo acordado con la dirigencia? ¿Cuál legislador de la fracción oficialista desoyó la petición de respaldar a Arias externada por el presidente Rodrigo Chaves?
El voto público de la diputada Acuña despejó todas las dudas. Su explicación sobre la conveniencia de ensayar nuevos liderazgos puede ser aceptada o rechazada. También hay espacio para discutir si existen otras motivaciones detrás de la decisión, pero no cabe duda de la identidad de la votante. La Asamblea Legislativa gana mucho con esto.
El voto público no elimina la posibilidad de acuerdos ayunos de transparencia o motivados por razones inconfesas, pero los limita y pone en manos de la ciudadanía elementos de juicio, necesarios para aproximarse a una valoración correcta. Los ciudadanos tienen derecho a esa información y a formarse opiniones fundadas en ella. Negársela, como se hizo hasta ahora con las votaciones secretas, solo conduce a la desconfianza y, eventualmente, al descrédito.
Resulta obvia la importancia de la Asamblea Legislativa para la vida democrática, pero del universal reconocimiento de ese hecho no ha surgido la preocupación por fortalecer su credibilidad y, con ella, la confianza del público en la institución, una y otra vez mal calificada en las encuestas. La transparencia es el mejor camino para lograrlo.
Los diputados lo comprendieron en agosto cuando, luego de largos años de debate, reformaron el reglamento para eliminar las votaciones secretas en todo tipo de nombramientos. Ahora, los legisladores escriben en la boleta el nombre del candidato de su preferencia y la decisión se hace pública, casi de inmediato, en el portal del Congreso.
El método fue utilizado para elegir a la defensora de los Habitantes, Angie Cruickshank, y para ratificar al procurador general, Iván Vincenti. El país también sabrá cómo votan los diputados en las elecciones pendientes de magistrados. Los legisladores deberán justificar sus votos de cara a la ciudadanía y no hay un ejercicio más democrático. Pretender el ejercicio de la representación popular al abrigo del secreto es un contrasentido insalvable.
El secreto solo se justifica “por razones muy calificadas y de conveniencia general”, cuando medie un acuerdo respaldado por lo menos por dos terceras partes de los diputados presentes, dice el artículo 117 de la Constitución Política. Esas “razones muy calificadas y de conveniencia general” deben ser razonadas y están sujetas a control de constitucionalidad. No basta la mayoría calificada para poner el acuerdo del secreto a salvo de cuestionamientos.
La reforma del reglamento puso al Congreso en armonía con los límites constitucionales al secretismo y también con las demandas de transparencia de la ciudadanía.
