En noviembre del año pasado, Lorenzo Córdova Vianello, presidente del Instituto Nacional Electoral (INE) de México, dio una entrevista a La Nación y en ella advirtió sobre la erosión de las democracias en todo el mundo y, en especial, en América Latina. La autoridad electoral mexicana ganó creciente prestigio desde el año 2000, cuando su destacada labor permitió desplazar del poder al Partido Revolucionario Institucional (PRI) por primera vez en siete décadas. En ese lapso, el país experimentó una larga sucesión de fraudes electorales y, en la práctica, un gobierno de partido único.
Sin embargo, Córdova no puso a México por ejemplo de solidez institucional sino, más bien, de una democracia asediada por el populismo autoritario. Sus temores de noviembre se materializaron el miércoles, cuando el Congreso, a instancias del presidente Andrés Manuel López Obrador, aprobó una reforma que obligará al INE a prescindir de una parte del personal, limitará la posibilidad de sancionar el quebranto de leyes electorales y restará autonomía al órgano electoral.
En un país con la sufrida historia de México, el retroceso es escalofriante y el futuro promete nuevos sobresaltos. El mandato de Córdova termina en abril y el mismo Congreso, controlado por el oficialismo, elegirá a su sustituto y a otros tres integrantes del debilitado INE. Cuando conversó con este diario, Córdova veía la tormenta venir. Las democracias están bajo asedio de políticos populistas, inclinados a concentrar el poder en el ejecutivo, debilitar los mecanismos de control y, cuando se les presenta la oportunidad, perpetuarse en el poder, explicó. López Obrador encaja perfectamente en esa descripción.
El presidente mexicano también quedó retratado cuando Córdova se refirió a la “serie de figuras carismáticas que venden ilusiones a una sociedad cada vez más desencantada por los problemas que enfrentan nuestros países”. El libreto, dijo, incluye la captura de los órganos electorales. El primer paso para ejecutar esa captura es sembrar dudas sobre la labor de estos organismos. López Obrador lo ha venido haciendo desde el 2006, cuando perdió las elecciones por menos del uno por ciento de los votos. El estrecho resultado le dio pie para alegar fraude y convocar varias semanas de manifestaciones y ocupación de espacios públicos, especialmente en la capital. Desde entonces el ataque ha sido constante. El mismo patrón está presente en Estados Unidos, Brasil y otras grandes democracias.
Córdova culpa al descontento por las promesas incumplidas de la democracia, es decir, la incapacidad de los gobiernos para satisfacer las expectativas de los ciudadanos. Surgen, entonces, líderes capaces de encantar a la población con promesas de soluciones fáciles a problemas muy complejos. “Hay personalidades mesiánicas que en elecciones y contextos tan polarizados pueden aflorar con esos discursos redentores: ‘Yo les voy a resolver todos los problemas, y es muy sencillo porque soy honesto, es muy sencillo porque hay que combatir la corrupción, es muy sencillo porque yo sí sé'”, afirmó.
López Obrador ejecuta la anunciada captura del INE con la excusa de reducir el gasto y la burocracia. Fiel a su estilo, endulza los oídos de sus seguidores con la promesa de dedicar los recursos a inversión social, salud, educación e infraestructura, como si el ahorro diera para hacer una diferencia significativa en esos campos y no dejara desprovista una función esencial para garantizar la paz social y la estabilidad política.
El golpe a la institucionalidad mexicana moderna cayó justo sobre la herida cerrada en el 2000 y supurante a lo largo de casi toda la historia de la nación independiente. López Obrador viene del viejo PRI y se encamina de vuelta a las raíces. Todavía queda la esperanza de una reacción oportuna de la Suprema Corte de Justicia, cuyos magistrados examinarán la constitucionalidad de la reforma en los próximos meses. Ojalá esa instancia resulte salvadora, como en otros países.