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(Shutterstock)
Si las elecciones en Nicaragua hubieran sido hace pocas semanas, su dictador habría perdido estrepitosamente ante cualquiera de quienes, antes de ser encarcelados u obligados a exiliarse, se perfilaban como candidatos opositores. Según una encuesta de la empresa CID-Gallup, llevada a cabo entre el 14 de setiembre y el 4 de octubre, el 65 % de los consultados dijeron que votarían por quien encabezara la oposición y solo el 19 % se inclinó por Daniel Ortega. Un 16 % no respondió o dijo no saber.
Las elecciones se celebrarán dentro de tres semanas, y es precisamente por este profundo rechazo de la población al cabecilla del régimen nicaragüense y a su compañera de fórmula y esposa, Rosario Murillo, que en ellas no existirá competencia alguna. Se trata de un proceso totalmente maniatado y arreglado: solo unos pocos candidatos han sido autorizados a participar, y todos son cómplices del sandinismo. Además, la campaña —si se le puede llamar de esa manera— se ha realizado en un ambiente de represión, controles, silenciamiento de medios de comunicación independientes y desdén absoluto por la salud y el bienestar de los nicaragüenses. Basta con recordar que siete de los que alguna vez se presentaron como precandidatos opositores están presos y dos, en el exilio.
Las personalidades políticas mejor valoradas en el país son, precisamente, dos de ellos: Juan Sebastián Chamorro y Cristiana Chamorro Barrios, que cuentan con el 63 % y el 62 % de opiniones favorables, respectivamente, casi el doble que las captadas por Ortega. El resto de los defenestrados aspirantes a la presidencia también superan en aceptación al dictador (un 34 %) y su esposa (un 37 %).
Otros datos hacen aún más evidente el rechazo ciudadano. Solo un 8 % respalda al Frente Sandinista; un 77 %, en cambio, no tiene preferencia partidaria. El Consejo Supremo Electoral, totalmente sometido a los designios de la familia presidencial, también reprobó el examen de credibilidad: un 56 % manifestó «no tener ninguna o poca confianza» en él. En cambio, un 79 % dijo considerar algo o muy importante la celebración de elecciones libres para el bienestar de sus familias.
Si sumamos este último dato, la eliminación arbitraria, el encarcelamiento o exilio de nueve posibles aspirantes presidenciales opositores, el ambiente represivo prevaleciente, la manipulación de partidos turecas o «zancudos», la ilegitimidad del órgano electoral y el colapso en la popularidad de Ortega queda claro que el proceso que tendrá lugar el 7 de noviembre carece de legitimidad alguna.
Por esto, sus resultados deben ser desconocidos por la comunidad internacional. Este fue el llamado que hicieron hace pocos días varios dirigentes opositores exiliados en Costa Rica, y el pedido que planteó la expresidenta Laura Chinchilla durante una comparecencia ante el Subcomité para el Hemisferio Occidental de la Cámara de Representantes de Estados Unidos. El clamor debe ser escuchado.
Aparte del rechazo a la candidatura del dictador, las opiniones sobre su desempeño en el gobierno también son catastróficas: el margen de desaprobación llega al 69 %, y el informe de la encuestadora resalta que «la desaprobación del manejo de la pandemia del coronavirus es más pronunciada que la evaluación general». Razones sobran, porque esa gestión se ha caracterizado por una total irresponsabilidad y desdén por la vida de sus compatriotas, y para nada ha logrado frenar el agudo deterioro económico, que se refleja en pobreza extrema, desempleo y marginación.
Rechazada por su pueblo, incapaz de generar bienestar, violadora de derechos humanos básicos y empecinada en perpetuarse en el poder, la dictadura de Ortega ha demostrado de sobra su ineptitud y perversión. Hoy constituye un peligro no solo para la región, sino, sobre todo, para la propia Nicaragua. La farsa electoral que se avecina no es de recibo. El rechazo del dictador dentro de su país debe ser emulado fuera de él.