Sus aportes a la libertad, la estabilidad y la paz merecen resaltarse con motivo de su muerte
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Pocas personas han logrado tanto en tan poco tiempo y para beneficio de tantos como lo hizo Mijaíl Gorbachov durante el período en que dirigió los destinos soviéticos, entre 1985 y 1991. Al morir el pasado martes, a los 91 años, parte de su enorme legado ha sido distorsionado o revertido por quienes le sucedieron en el poder: primero, Boris Yeltsin; luego, Vladímir Putin. Sin embargo, nadie ha podido borrar lo más sustancial: la liberación de sus satélites en Europa central y oriental, la emancipación de las “repúblicas” soviéticas integradas a sangre y fuego dentro del imperio bolchevique y, como resultado, la mayor recomposición política, ideológica, económica y territorial europea y centroasiática desde el fin de la Primera Guerra Mundial.
Para el autócrata Putin, poseído por unos sueños de grandeza más proyectados hacia el pasado zarista que el bolchevique, estos hechos constituyeron la “mayor tragedia geopolítica” del siglo XX; de ahí su brutal invasión de Ucrania, un fallido esfuerzo de restauración. Para los centenares de millones de seres humanos que se sacudieron entonces del yugo moscovita, en cambio, se trató de una esperada liberación; para el mundo en general, el fin de la Guerra Fría y el alejamiento de una posible confrontación nuclear.
La posterior evolución de estas transformaciones no ha sido unívoca. La democracia, el progreso y la modernidad han florecido en la mayor parte de los antiguos satélites de Europa, muchos de ellos parte de la Unión Europea e, incluso, de la OTAN. En las independizadas repúblicas de Asia central, sin embargo, los avances han sido mucho más limitados, y diversos modelos autocráticos aún imperan. El saldo, no obstante, ha sido inmensamente positivo; que lo digan los ciudadanos libres de Polonia, Alemania oriental, las repúblicas bálticas, la Checa y los heroicos ucranianos.
Quizá muchos de los cambios que se produjeron en la Unión Soviética y su zona de control habrían ocurrido sin Gorbachov. En la década de 1980, el fracaso del modelo era tan evidente, la postración económica tan enervante, la competencia con Estados Unidos tan costosa y los deseos de libertad, particularmente entre los europeos, tan grandes, que ningún poder habría sido capaz de impedir la gran transformación histórica que se produjo. Sin embargo, de no haber existido su visión, determinación y capacidad estratégica, el proceso habría sido mucho más lento, violento y traumático.
Este gran estadista nunca se propuso desmontar el sistema soviético; tampoco, impulsar la liberación de sus satélites o “repúblicas”. Sin embargo, las fuerzas renovadoras que se desataron a partir de sus políticas de perestroika (reforma) y glásnost (apertura y transparencia) muy pronto se volvieron incontrolables. Y cuando llegó el momento de decidir entre intervención armada brutal para frenar el ímpetu o respeto de la emancipación, imperó esto último, con excepción de la sangrienta, aunque breve e ineficaz, represión en Lituania y Georgia.
Gorbachov, además, impulsó un acuerdo con Estados Unidos que, por primera vez, eliminó una categoría de armas nucleares; ordenó el retiro de las tropas soviéticas de Afganistán; liberó al científico disidente Andréi Sájarov, quien de inmediato se convirtió en una conciencia viviente de libertad; levantó restricciones a los medios de comunicación; y expuso con lujo de detalles y abrió al escrutinio público el desastre nuclear en Chernóbil, que sus predecesores habían tratado de ocultar.
La merecida concesión del Premio Nobel de la Paz, en 1990, fortaleció aún más su imagen internacional, en momentos difíciles para su liderazgo interno. Muy pronto fue desplazado del poder. Boris Yeltsin se convirtió en presidente y abrió el camino a una corrupción rampante que frenó las reformas económicas o las distorsionó en su beneficio. Y, en el 2000, comenzó la “era Putin”, durante la cual se han reducido sistemáticamente los espacios de libertad, y los servicios de seguridad, nunca reformados del todo, han adquirido preponderancia.
El contraste entre lo que representó Gorbachov y lo que ha impuesto Putin quedó de manifiesto en su decisión de no brindarle un funeral de Estado ni asistir a su sepelio. Se trata de un ofensivo ejemplo de pequeñez moral e histórica que, sin embargo, resalta el imponente legado de un gran estadista al que tanto deben tantos millones de personas.
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