La súbita destitución del ministro de Obras Públicas y Transportes, anunciada en una apresurada conferencia de prensa, suscita un torrente de preguntas cuya respuesta no debe tardar, sea para aquilatar mejor la responsabilidad del funcionario despedido o para saber si la comparte con otros, más allá del también destituido director de Aviación Civil, Fernando Naranjo.
Según el presidente, Rodrigo Chaves, los dos funcionarios enviaron los términos de referencia del contrato de reparación de la pista del Aeropuerto Daniel Oduber, en Liberia, a la Comisión Nacional de Emergencias (CNE) que debía adjudicar las obras valoradas en ¢21.800 millones. Las condiciones, afirmó, se ajustaban a la medida de la Constructora Meco, una de las tres interesadas en ganar el contrato.
El requisito de experiencia introducido en los términos de referencia inclinó la balanza a favor de Meco, pese a una cotización ¢1.000 millones más cara. Según el presidente, el requisito de haber colocado pistas de aterrizaje de más de 20.000 metros cuadrados era “un traje a la medida” de esa empresa. El mandatario cuestionó por qué la experiencia en pistas de menor área no tiene validez. Chaves no dudó en señalar a Amador y Naranjo como responsables y atribuyó a la adjudicación de la obra un daño directo de $2 millones “al pueblo de Costa Rica”.
El presidente dijo carecer de evidencia de corrupción de los destituidos, pero anunció el envío de una relación de hechos al Ministerio Público. La destitución, enfatizó, responde a la responsabilidad política atribuible a los dos exfuncionarios. Adjudicar consecuencias a ese tipo de responsabilidades es indispensable. Los gobernantes siempre deben estar dispuestos a hacerlo y los ciudadanos deben exigirlo.
La destitución, o la petición de una renuncia, más usual en estos casos, no depende del establecimiento de otros tipos de responsabilidades, sino de la confianza perdida, la inconveniencia de permanecer en el cargo o, simplemente, la vergüenza. En Costa Rica, el principio de inocencia establecido para el proceso penal ha sido invocado, con demasiada frecuencia, para evadir las responsabilidades políticas, por naturaleza independientes del proceso judicial.
“No puedo referirme al caso porque está judicializado”, repiten una y otra vez políticos y funcionarios para eximirse de la rendición de cuentas, una faceta inseparable de la responsabilidad política. No obstante, entre la falta de evidencia de corrupción y el envío de una relación de hechos al Ministerio Público hay una nebulosa desconcertante.
Más allá de los hechos descritos por el mandatario, a veces como “error” y en otras ocasiones como falta de celo para resguardar el interés público, debe haber motivos para pedir la intervención de la Fiscalía. En caso contrario, estaríamos ante una gestión “por si acaso”, con potenciales efectos dañinos para la labor del Ministerio Público y de los funcionarios objeto de relaciones de hecho que no son propiamente una denuncia, pero tampoco una adjudicación de responsabilidad estrictamente política, resuelta con la destitución o renuncia.
Si hay motivos para participar al Ministerio Público, existe la posibilidad de comisión de un delito, pero el mandatario evitó decirlo. La Fiscalía no existe para establecer responsabilidades políticas ni pronunciarse sobre la pertinencia de una destitución en el Poder Ejecutivo.
Así las cosas, la relación de hechos podría ser una justificación adicional del despido cuando la prominencia del funcionario la exige. Una forma de decir que el funcionario incurrió en una falta merecedora de la destitución y adelantarse a la pregunta lógica sobre otras consecuencias adecuadas a la gravedad de los hechos. Esas consecuencias, dicho sea de paso, no tienen por qué limitarse a lo penal. Los funcionarios son responsables, en lo civil, por las pérdidas causadas con su mala actuación, pero, en cualquier caso, si no hay evidencia, no quedan claras las razones de la destitución.