El Congreso de los Estados Unidos se precipitó en un caos inducido, con consecuencias perturbadoras para ese país, su democracia y el mundo. En lo inmediato, los efectos descarrilan el funcionamiento interno de la Cámara de Representantes, pero pronto entrabarán el desempeño del gobierno y su credibilidad externa, harán aún más disfuncional el sistema político y aumentarán la capacidad de control o bloqueo de los sectores más extremos del Partido Republicano. Toda alarma al respecto está justificada.
El martes, un grupúsculo de ocho congresistas de ese partido, bajo la inspiración y auspicio de Donald Trump, maniobraron para destituir a su compañero Kevin McCarthy, presidente (speaker) de la Cámara. Lo habían elegido apenas 269 días atrás, solo con votos republicanos, luego de 15 rondas de votaciones, el mayor número en la historia del país. Para alcanzar la mayoría, debió aceptar una serie de peligrosos compromisos para aplacar al ala más intransigente y obtusa de su bancada, entre ellos, que bastaría con la petición de un congresista para solicitar su destitución. De esto se valió Matt Gaetz, representante de Florida estrechamente vinculado a Trump, para activar el mecanismo.
Lo que él y otros siete extremistas le cobraron a McCarthy fue algo normal en cualquier parlamento democrático: haber llegado a un acuerdo con el Partido Demócrata para aprobar una ley que amplió durante seis semanas el financiamiento para el Gobierno Federal y, por tanto, lo mantiene funcionando. A cambio, obtuvo una concesión tan relevante como inquietante: eliminar de esa asignación un paquete de ayuda para Ucrania, que la Casa Blanca espera ahora presentar como legislación independiente. Pasó con apoyo bipartidista. La minoría demócrata aportó 209 votos, con solo un disidente; los republicanos, 126 a favor y 90 en contra. Rápidamente, fue aprobada por el Senado y firmada por el presidente Joe Biden.
Sin embargo, ni siquiera esta concesión, que cumplía con una de las principales exigencias de los extremistas, consiguió aplacarlos. Por esto, Gaetz presentó la moción para remover a McCarthy. Obtuvo el apoyo de otros siete republicanos, y sus votos se sumaron a los demócratas, quienes desde el principio se habían negado a apoyar al speaker. Su caída se convirtió entonces en realidad. Es la primera vez en la historia del país que la Cámara destituye a su presidente, quien a su vez cumplió el período más corto en el cargo desde 1875, pero en esa oportunidad el motivo fue la muerte de su ocupante.
Estos dos récords, a los que se suman las 15 rondas de votación, son un claro reflejo de la crisis en que se ha sumido el Congreso, de la mano del Partido Republicano, que sucumbió a las tendencias más extremas, algunas de ellas claramente desdeñosas de los procedimientos democráticos. Si 8 representantes son capaces de imponerse al resto de sus 213 compañeros de bancada, es porque ni la mayoría de estos, ni de otros dirigentes republicanos, se han enfrentado oportunamente y con decisión a las mentiras, presiones y virtuales chantajes de Trump y sus secuaces. Por esto, de manera creciente, se han encerrado en una peligrosa dinámica de sumisión, apenas rota por algunos de sus miembros más dignos y valientes.
Es en el contexto de esta realidad que deberá elegirse al sucesor de McCarthy. Casi con certeza será alguien mucho más a su derecha. Por el momento, Trump dio su apoyo a Jim Jordan, el más extremista de los tres aspirantes declarados, lo cual le concede evidente ventaja, aunque no certeza de triunfo. Los demócratas dijeron que votarán por un candidato propio y no darán ni un solo voto a los republicanos, lo cual quiere decir que de nuevo se enfrascarán en fuertes pugnas y rupturas internas. Un espectáculo nada enaltecedor.
Lo peor, sin embargo, es que todo esto impacta gravemente el desempeño del Congreso y del gobierno como un todo. El riesgo de que no se pueda llegar a un nuevo arreglo, en noviembre, para aprobar el financiamiento que lo mantenga en operación es inminente, y esto podría generar un cierre técnico. Además, el apoyo a Ucrania fue puesto en entredicho y, con él, no solo la capacidad de resistencia del país frente al invasor ruso, sino también la credibilidad de los Estados Unidos frente a aliados y enemigos.
La crisis es de temible magnitud. Lejos de atemperarse, es posible que empeore. No resulta exagerado decir que la democracia estadounidense enfrenta un nuevo y muy serio desafío.