Comencemos por una imagen cinematográfica. De esas que quedan para siempre. Generalmente, provienen del fondo de la infancia. Era domingo en la noche, tendría yo seis años y estábamos viendo, la familia reunida, una película en blanco y negro. Un pescador sobre su barca. Un hombre viejo. Su anzuelo se enreda en algo. Forcejea inútilmente. Se asoma bajo el bote. El agua es casi milagrosamente nítida. Un carro de estilo antiguo –la tercera década del siglo, quizás– yace en el fondo. No tiene techo.
Sentada, una mujer rubia con los ojos abiertos y, sobre todo, aquel pelo rubio, larguísimo, como un bosque de algas marinas que el agua mece lentamente. La imagen es bellísima, pero yo me siento aterrado. Tuve mucha dificultad para dormir esa noche. Tan pronto la cámara la fotografía, mi mamá exclama, con genuino dolor: “¡Ay, la mató!”.
Era rubia –¿lo he dicho ya?– y esos cabellos como sargazos, desmesuradamente largos, y los ojos abiertos y el lento vaivén del agua. Estatuaria, como la ruina de un templo hundido en el mar. “Sobre la onda calma y negra donde duermen las estrellas la blanca Ofelia flota como un gran lirio” (Rimbaud). La cámara se eterniza sobre ella…
Durante muchos años busqué, con la imagen prendida de la retina, cuál podría ser la película en cuestión. Phoenix, Arizona: alquilo un filme que me pareció interesante: la única incursión directoral del gran Charles Laughton. Night of the Hunter, con Robert Mitchum y una jovencísima Shelley Winters. Estoy con mi compañera: comienzo a estremecerme con lo que me parecía presagiar la imagen tanto buscada: “Mirá: yo creo que es esta, yo creo que es esta…”.
Mi corazón es una estampida. Desde el principio sentí –alguna reminiscencia subconsciente me debe de haber alertado– que aquella era la película buscada (¿soñada?) durante veintitrés años. No puedo determinar por qué, simplemente lo supe… o algo dentro de mí lo supo, sería más exacto decir.
Veintitrés años de la infancia y juventud: todo lo que procede de estas épocas asume, como sabemos, el espesor de siglos. La sentí venir, mi imagen, la sentí venir, como esas palabras en el borde de la lengua que no terminan de manifestarse, inminentes, ahí, ahí, en el umbral del ser… Tomé la mano de mi compañera, crispado, los ojos cuajados de lágrimas...
De vuelta a la infancia. En efecto, de pronto apareció Shelley Winters, en dos planos, asesinada por el pérfido y cínico “pastor” Robert Mitchum. ¡Ah, mi sobrecogimiento! ¡El siempre emocionante fenómeno de la zambullida en la infancia! Entre fascinante y aterradora, y el pelo más largo y ondulante de lo que yo lo recordaba.
Mujer, flora marina. Especie de funérea sirena, de ondina infortunada que yace, incorrupta, preservada sub specie aeternitatis, en el fondo del agua. Abracé a mi compañera y, para su desconcierto, comencé a llorar abiertamente: “¡Yo sabía, yo intuí, no sé por qué, que esta podía ser, que esta podía ser, sí!”. Todo un pedazo de mi infancia reconstruido. Una imagen para la eternidad.
La concepción de un verdadero poeta de la cámara. Sí, sí, hubiérase dicho la efigie de una deidad que las aguas hubiesen arropado para siempre después de una inimaginable hecatombe. Aquel bello rostro como de alabastro, y su largo, largo, largo cabello mecido por el agua. El terror y la fascinación que experimenté de niño volvieron a mí de cuajo –tan intenso el uno como la otra– frescos, intactos.
Volví a oír la expresión de mi mamá, volví a oler la fragancia de la casa paterna, volví a sentir que era domingo por la noche, volví a… no, no volví, eso fue lo fenomenal, lo mágico de la experiencia: fui nuevamente el niño de cuatro años horrorizado al tiempo que mesmerizado por aquella enigmática estampa. Más que regresar al pasado (vivencia a fin de cuentas banal), descubrí que nunca había dejado de habitarlo.
Shelley Winters… divina obsesión. Los niños de la película, con cuyo terror me identifiqué desde el fondo de la infancia, y la siniestra figura de Robert Mitchum –su cántico religioso distintivo, su leitmotiv –, el falso predicador, el asesino, el acosador: uno de los personajes más aterradores de la historia del cine.
El mismo soberbio Robert Mitchum de Cape Fear (versión de 1961, música electrizante de Bernard Hermann, que Scorsese preserva en el remake de 1991). Cuando quería ser amenazador, Mitchum era capaz de performances incomparables. Un sunami, una fuerza del mal ciega, mecánica, implacable.
Terror. Recuerden: Night of the Hunter, de Charles Laughton. Véanla y me cuentan qué les parece. La imagen de los niños a la deriva sobre el río, atisbados por criaturas nocturnas, ubicadas en primer plano, sobre el litoral, transformadas por la cámara en criaturas de monstruosas dimensiones, la permanente sensación de peligro… por poco cabría hablar de surrealismo.
La indefensión de los hermanitos, la pérdida de la madre –hecho que pungió las más hondas fibras de mi ser– la abuela Lillian Gish, especie de mother goose que los protege, rifle en mano, y vela mientras ellos duermen… todo le habló a mi alma “en su dulce lengua natal” (Baudelaire).
Pero sobre todo, sobre todo, Shelley Winters, hierática bajo la traicionera calma de las aguas… algo de la Ophelia de Millais, de La jeune martyre de Delaroche. Cuando mucho tiempo después de ver la película leí el cuento Sur l’eau, de Maupassant, evoqué automáticamente la foto mental de mi infancia atávica, de mi infancia honda, esa que tiene algo de estanque insondable, lleno catedrales sumergidas como la de Debussy y de secretos que el agua disimula bajo su silencio. Atroces, la mayoría de ellos.
El autor es pianista y escritor.